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libros Un capítulo de la historia del siglo XX
["Todo eso se ha terminado; ahora están todos metidos en una ratonera". Respuesta de un 'trapo' (policía de transporte de Berlín Este) a una anciana que le pregunta el domingo 13 de agosto de 1961 en la estación de Friedrichstrasse a qué hora sale el próximo tren a Berlín Oeste.]
Checkpoint Charlie es hoy una atracción de feria rodeada de tiendas que hacen caja con el merchandising del terror de otra época, no tan lejana, y de las que se puede salir con una camiseta estampada con la fuga del vopo Conrad Schuman tirando su fusil y saltando la alambrada de espinos; un lugar en el que también puedes fotografiarte con actores callejeros haciendo de oficial soviético y de soldado yanqui, según tus preferencias por uno u otro bloque -o con los dos a la vez si te da por el Deshielo-, al lado de una reproducción de la caseta de control con el famoso cartel You are leaving the American Sector, el punto que separaba dos mundos antagónicos, una falla geopolítica que rajó el planeta por la mitad, pero sobre todo a una ciudad, Berlín; y es también un sitio en el que puedes saborear una rica y espumosa cerveza alemana sin tener por qué recordar que muy cerca y no hace tanto, medio siglo más o menos, el albañil de 18 años Peter Fechter murió desangrándose durante una hora sin que nadie atendiera sus súplicas tras ser acribillado por la guardia fronteriza de Alemania del Este, mientras berlineses del lado occidental que asistían horrorizados a la agonía del joven, hecho un ovillo a los pies de las alambradas, pedían a gritos a los soldados norteamericanos que lo ayudaran. "No es problema mío", respondió un oficial. Pasada una hora, los vopos lanzaron botes de humo para ocultar la escena de la recogida del cadáver. Imposible. Las fotos del asesinato dieron la vuelta al mundo. Sí, Berlín era el lugar más peligroso del planeta.
Fechter lo sabía. No se amilanó con la tragedia de Günter Liftin cuando decidió emprender su carrera a través de la llamada franja de la muerte un año después. Liftin, un sastre de 24 años, se había convertido en el primer muerto a tiros en su intento de pasar al otro lado. Su infortunio fue querer cruzar a nado el río Spree un día después de que los guardias recibieran la orden de disparar contra todo el que cometiera el crimen de Republikflucht o fuga de la República. Si lo hubiera hecho un día antes habría alcanzado el Berlín Oeste dejando atrás los gritos amenazantes de los guardias. Pero no lo sabía, y se lanzó al agua el 24 de agosto de 1961. Los tiradores jugaron al pato con él. Al día siguiente, agentes de la policía secreta irrumpieron en el piso de su madre y lo reventaron en un registro. A la mujer, con el rostro bañado en lágrimas, le dijo uno de ellos: "Su hijo ha sido abatido a tiros. Era un criminal".
Schuman, Liftin y Fechter son sólo tres de los miles de apellidos grabados en la intrahistoria del Muro de Berlín. La fuga del primero acabó con éxito. Los otros dos perdieron la vida. Pero hay muchos más nombres y otras tantas historias bajo la condena del desconocimiento, la ignorancia y el olvido. Para que esto no ocurra, para conocer, saber y recordar todo acerca de una de las mayores ignominias del siglo pasado, Frederik Kempe ha escrito Berlín 1961 (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).
Y no hay que tener reparos en decirlo: es una obra monumental. En su género, es el libro de la temporada y, por qué no, del año. Cualquiera que tenga un mínimo interés no sólo por Berlín, Alemania o Europa, sino por el mundo en que vivimos, cómo fue y por qué es de esta manera y no de otra, tiene una cita obligada con estas páginas. Reconforta encontrarse en las librerías con una obra así, nacida de un trabajo que combina sin estridencias el mejor estilo periodístico con la investigación política y la minuciosidad del historiador. Kempe ha tenido acceso a documentos soviéticos, alemanes y norteamericanos recientemente desclasificados y ha obtenido testimonios desconocidos hasta ahora.
Crónica de quienes sufrieron el levantamiento del muro, producto de la peor versión de la diplomacia ejercida desde el fariseísmo y la hipocresía por los mandatarios de entonces, preocupados en obtener el reconocimiento y la consideración en sus propios países con la crisis berlinesa como pretexto, es también el análisis de la gestión (y de la inhibición) de Kennedy en la Casa Blanca y Jruschov en el Kremlin en los papeles estelares. Y girando alrededor de ambos un elenco de secundarios, osados y pusilánimes, temerarios y prudentes, tercos y lábiles, enredados en una intrincada tela de araña con extensiones en la Cuba de Castro, en la China de Mao. Walter Ulbricht, Erich Honecker, Konrad Adenauer, Willy Brandt, Lucius Clay, E. Allan Lightner Jr... constituyen sólo una mínima muestra de los extensos créditos de una historia real a la que la ficción jamás habría superado: que una decena de tanques soviéticos y otros tantos estadounidenses terminaran encañonándose el 22 de octubre de 1961 tuvo su origen en el deseo del último de los mencionados en esa lista por asistir con su esposa a una obra de teatro experimental a cargo de una compañía checa en Berlín Este. Kemper narra con maestría la tensión brotada de tan inocente como absurda anécdota que pudo haber llevado al planeta a una contienda termonuclear. Lightner, el diplomático estadounidense de mayor rango en Berlín Oeste, se opuso a ser identificado por los vopos en virtud del acuerdo que dejaba exento del control a los civiles aliados que cruzaban la frontera -era suficiente con la matrícula de los coches- y que unilateralmente decidió romper Ulbricht, el líder de la Alemania comunista.
De esa forma, Checkpoint Charlie, en la confluencia de las calles Friedrichstasse, Mauerstrasse y Zimmerstrasse, donde las cámaras de los turistas hoy echan humo, fue el lugar más peligroso del mundo, con los T-72 soviéticos y los M48 Patton yanquis frente a frente. El nerviosismo de un soldado, una orden malinterpretada, el afán de protagonismo o el vértigo del heroísmo podrían haber desembocado en la catástrofe. Pero no, los tanques se retiraron una semana más tarde. El hormigón del muro cuajó, endureciéndose con el tiempo. Y hasta 1989 no se resquebrajó para caer -como escribe Kempe- "la imagen icónica de lo que los sistemas basados en la falta de libertad pueden llegar a imponer cuando los líderes del mundo libre no son capaces de plantar cara".
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