Los machiguengas

Ismael Serrano, durante su actuación en el Gran Teatro.
Ángel Vázquez

13 de diciembre 2008 - 05:00

¿Qué traía Ismael en esa voluminosa maleta con la que apareció en el escenario? Antes de poderme hacer siquiera la pregunta, se quitó el sombrero y me engulló. Bajo los focos melancólicos del Gran Teatro se esparcía un imaginario puerto de mar, una lonja en la que trapichear con los sueños; ecos de sirenas de barcos, y también de las de cola más abajo del cinto, rumor de olas e imaginario olor a sal. Serrano habló tanto como cantó. Mitad y mitad, vamos. Embelesó de principio a fin con su discurso fino y hábil, de oratoria propia de poeta, escritor y filósofo, de encantador de serpientes, agasajado luego por una legión de seguidores capaces de hacer cola tras los bises para saludarle, bajo el mucho frío de una medianoche de diciembre.

A su alrededor redes, un horizonte desdibujado, aparejos, algún fardo mal atado y tres lobos de mar con los que encarar casi tres horas de concierto. Recordé aquel anónimo contador ambulante de Vargas Llosa que entre magia y poesía narraba historia y mitos de los indios machiguengas de la Amazonía peruana en El hablador. Nosotros mismos éramos los machiguengas, allí estaban nuestras dudas, nuestros vacíos, nuestras desnudeces y secretos, nuestras noches en vela. No paró de machacarnos. En cuarenta minutos llevaba cinco temas, y otros tantos discursos. No daría por cerrada su encomienda sin ajustar a esa media una velada abarrotada de mensajes y reflexiones, de impúdicas confesiones y retratos robados a lo cotidiano.

Su lengua se agitaba desatada rememorando, presagiando, vislumbrando, elucubrando, aleccionando… empatizando con un público que antes de entrar se tomó la pastilla del cuanto te quiero, y abrazó doctrinalmente aquella sucesión de palabras sin melodía que daban paso inexcusables, guionizadas con pulcritud, a otras tantas palabras con melodía, para marcar entre todas una larga ceremonia por lo civil en la que no faltaron vivas a la República.

Fuera hacía frío y la ciudad seguía con su estrépito infinito, que diría él mismo. Dentro Ismael Serrano soplaba las heridas y llamaba a la esperanza, abarcando un repertorio escogido que primero con timidez, y luego, ya jaleados, los presentes canturrearon con placer y credibilidad, serpenteando por entre piezas que por encima de todo hablan de ilusiones, compromiso, dulzura y reivindicación, conceptos todos ellos inventados tiempo ha, pero tan vigentes como las premisas que esconden sus canciones, en las que no es difícil verse reflejado.

El recital subió y bajó de tono de forma caprichosa, llegando desde lo más íntimo hasta los aledaños del mitin. Hubo momentos en los que era incontenible el deseo de cerrar los ojos y flotar. En otros sobraban las butacas porque se oía la llamada de las barricadas, te deseaban salud los camaradas o te volvías condescendiente con Joan Tardá, alegando que ya chochea.

Patinando sobre una sutil, cuidadosamente cincelada, encerada, barnizada, enlustrada, banda sonora, Serrano sonaba limpio y claro, sereno y sencillo, engatusador y cercano, muy cercano. Su cuadrilla de estibadores sonoros le acercaban prebendas de lujo, melodías de calidades desbordadas con las que untar el pan de unas canciones por entre las que se colaban menciones a la tolerancia, la convivencia, la memoria o simplemente la felicidad como meta inalcanzable pero valedora de esfuerzos.

¿Qué traía Ismael en esa voluminosa maleta con la que apareció en el escenario? Seguro que sueños. Era el equipaje del hombre despierto que sueña cosas y luego las canta. Bien distinto a todos esos otros adormecidos, que cierran los ojos cada noche pero, triste crueldad, son incapaces de soñar.

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