El '2 de mayo' cordobés

La Guerra de la independencia en Córdoba · Bicentenario de la invasión francesa en la provincia

El 6 de junio de 1808, Córdoba se preparaba para vivir uno de los capítulos más trágicos de su historia

Alfonso Alba / Rafael C. Gómez

06 de junio 2008 - 05:00

Hace justo 200 años, el capitán de fragata Baste, oficial del cuerpo de Infantería de Marina del Ejército Imperial de Napoleón, se hacía visera en los ojos con la mano. El sol del amanecer de un 7 de junio de 1808 dibujaba las sombras de 60 soldados españoles, mal armados y peor equipados, agazapados en una trinchera improvisada que protegía la entrada al Puente de Alcolea. El capitán Baste arreó su caballo, dio media vuelta y levantó una columna de polvo en una inmensa llanura a orillas del Guadalquivir. Minutos después, llovía fuego de artillería sobre la pequeña aldea de Alcolea. La ciudad de Córdoba se asomaba al precipicio de los días más trágicos de su historia contemporánea: una batalla perdida, un saqueo y muchos muertos.

Hoy, un día cualquiera de junio de 2008, el sol pega con la misma intensidad sobre el Puente de Alcolea. Asfaltado, reformado, rodeado de carreteras y polígonos industriales, hay que leer libros de historia para saber que en ese lugar se desarrolló la primera batalla a campo abierto entre soldados españoles y franceses durante la Guerra de la Independencia. Tampoco quedan restos en el camino a Córdoba, en la ruta que precipitadamente tuvieron que tomar los más de 20.000 voluntarios -la mayoría paisanos con una nula formación militar- cuando la cosa se puso fea, cuando los cañones franceses segaban vidas y cuando el horror en forma de sablazos, bayonetazos y arcabuzazos provocaban la huida de un ejército que unas horas antes daba vivas a Fernando VII y mueras a Napoleón. Anochecía el 6 de junio de 1808 cuando Córdoba se preparaba para su particular y también sangriento 2 de mayo.

Las huellas de aquellos trágicos días en Córdoba se han disipado. El horror vivido por los tatarabuelos de los actuales cordobeses no ha traspasado generaciones. Al contrario, son pocos los vecinos de la ciudad que conocen el arrojo con el que media Córdoba se atrevió a medirse casi sin armas contra el mejor ejército del mundo. Los testimonios no abundan, tampoco los relatos de aquellos días, salvo un monográfico editado en 1924 por Miguel Ángel Ortí Belmonte, archivero del Ayuntamiento de Córdoba, que durante años estuvo recopilando documentos y testimonios sobre lo ocurrido en Córdoba en aquel terrible mes de junio de 1808.

En aquella fecha, la ciudad apenas acogía a 40.000 habitantes en un casco urbano que no superaba el perímetro de las pocas murallas que todavía hoy se conservan. 40.000 personas que conocían por rudimentarios correos a caballo los sucesos del 2 de mayo en Madrid, que recibían órdenes de acoger con la mejor hospitalidad del mundo a un ejército francés que dormiría en Córdoba en son de paz y que se preguntaba qué estaba pasando con sus reyes, que abdicaban, renunciaban, recuperaban la corona y la entregaban a Napoleón.

Así, la vida se pasaba entre incógnitas, hasta que el 26 de mayo de 1808 se desató el odio al francés. Ese día, a las 13:00, un oficial español llegó a caballo a Córdoba dando vivas a Fernando VII. El militar traía un mensaje de Sevilla y solicitaba a Córdoba que se uniese a la sublevación contra Francia. Mientras tanto, una columna de 10.000 franceses al mando del general Dupont marchaba hacia Andalucía para pacificar la región.

El Corregidor de la ciudad, desde el balcón del Ayuntamiento, solicitó los pareceres de la ciudad. Unos -los más moderados- expusieron que Córdoba carecía de defensas y de ejército, y que era mejor huir a Sevilla para organizar una resistencia más contundente. Los más exaltados optaron por organizar un ejército para resistir en Córdoba al enemigo francés. Ganaron. Esa misma noche, se publicó un bando llamando a filas a todos los cordobeses de 15 a 18 años y se encargó a Pedro de Echávarri, general de vanguardia de Andalucía, la organización de este improvisado cuerpo militar.

La llamada a las armas -la mayoría clamada desde los altares de las iglesias- corrió como la pólvora por la provincia. En un par de días llegaron a Córdoba 1.500 hombres de Montoro, 191 jinetes de La Carlota, 500 voluntarios de Cabra, un batallón de 800 hombres de Écija, 5.000 milicianos reclutados en los alrededores de Lucena, militares profesionales de Ronda y un batallón de suizos desertores de la columna de Dupont. Muchos soldados, mucho valor, muchos vivas a Fernando VII y poca formación militar y menos armas para enfrentarse a la máquina de matar de Francia. Hacía un par de años que Dupont y sus veteranos habían vencido a un ejército profesional de prusianos que los triplicaba en número.

Sevilla mandó cuatro cañones, un obús y 3.000 fusiles para 20.000 soldados españoles. Nada de sables ni de bayonetas. Se sustituyeron por navajas, cuchillos de monte y largas garrochas con una punta afilada. Córdoba se había convertido en una auténtica plaza militar donde el redoble de tambores y el sonido de cornetines despertaba el ardor guerrero de los voluntarios.

En la tarde del 5 de junio, este ejército improvisado se puso en marcha de forma más o menos formal. A su vez, la columna de Dupont dejaba Andújar y alcanzaba El Carpio. El 6 de junio, los arrojados cordobeses tomaban posiciones en Alcolea. Apenas había amanecido el día 7 cuando llegaron los franceses. Siete horas después, los 20.000 milicianos cordobeses se batían en retirada. Los franceses los perseguían mientras pasaban a cuchillo a un centenar de vecinos de Alcolea que se aferraban a sus pequeñas propiedades. Las murallas de Córdoba se cerraban. La soldadesca huía a Sierra Morena con estrépito. La ciudad se quedaba indefensa.

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