Que no estamos para monsergas

Fito Páez, al inicio de su actuación.
Fito Páez, al inicio de su actuación.
Ángel Vázquez

16 de julio 2010 - 05:00

Gira 'Confía'. Fecha: miércoles 14 de julio. Lugar: Gran Teatro. Casi lleno.

No había venido a darnos conversación. Ni a contarnos milongas. Sus canciones no simpatizan con los monólogos. Ni siquiera con los diálogos. Olvídense de las peroratas. No hubo cháchara ni monsergas, ni filosofía barata o anécdotas, apenas saludos y despedidas, apenas un comentario de cortesía sobre el calor de la ciudad. No quiso entrar en más detalles que no fueran musicales. Pensó sin duda que con Ismael Serrano ya tuvimos suficiente de ese plato. Fito abrió las cortinas, sacó un arma y disparó a bocajarro. Sin preguntar. Sin responder. Engalanado impecable como una novia porteña, de un blanco virginal, entre cómico y mágico, entre galán de cabaret, mimo de las Ramblas y domador de leones. Con sus saltitos principescos y sus arrebatados aporreos al piano. Con sus rizos de caricatura, sus flacas piernas colgando imposibles al otro lado del piano -pudiera ser una marioneta de sí mismo-, sus saltos de acróbata, su histrionismo y su carisma. Y sobre todo con sus desconcertantes trucos de magia sonora, con esa capacidad para ser atractivo, para ser el centro de todas las atenciones, imantado por su creatividad, en un concierto con muchos aplausos y pocos reproches.

Vino rodeado de una tremenda banda, de las de asustar, que le dio alas por si el cohete de su propiedad fallaba. Y mientras, entre disparos, el teatro gritaba desarmado, reverenciando sus dotes y su porte excéntrico con un fervor casi fanático. Gestos al aire y manos en alto, silbidos de "hazme tuyo", con la sensación de estar ante un genio orgulloso de su peculiaridad, arrogante y vanidoso como sólo pueden serlo los de su talento, aunque por ello extraña más que no perciba que bien podría haberse ahorrado los vientos sampleados que con su quisquilloso sonido midi quedaban bien lejanos del empaque que la banda imponía al concierto. Innecesarios, visto lo que esos músicos podían ofrecer en cuanto a arreglos y desarrollo musical de unas piezas ya ricas de por sí.

Venía a presentarnos Fito Páez su nuevo disco, aunque casi fue lo de menos, porque su excursión por entre las más diversas épocas de una fértil carrera dio como resultado un concierto que comenzó con Folies Verghet y siguió con imprescindibles títulos como Llueve sobre mojado, La nave espacial, Se escondieron, Cable a tierra o El diablo de tu corazón. Al gesticulante y afectado jefe de pista oriundo de Rosario le bastaba un gesto para poner en marcha una demoledora máquina musical compuesta por tres guitarras, bajo, batería, dos teclados más su propio piano y su voz. Vaya densidad, vaya aplomo, vaya capacidad para armar una estructura rockera sobre la que hacer discurrir su propuesta, siempre arriesgada y peligrosa, muchas veces al borde del precipicio de lo surrealista, inquietante por no poder saber hacia dónde se dirige, por momentos lírica y por momentos épica y al oído con una claridad instrumental pasmosa pese a lo nutrido de la formación. Más preclara cuanto más rockero era el tema que tocaban. Un tanto desdibujada en los medios tiempos y baladas, en un exceso de languidez y almíbar que hizo bostezar a alguno antes de volver en sí asustado tras el sonido de un nuevo disparo.

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