El padre de Frankenstein

Juan Pedrero Santos publica en la editorial Calamar un libro dedicado a James Whale, un acercamiento a la vida y obra del cineasta que dio vida al famoso icono del género del terror

José Abad

13 de octubre 2011 - 05:00

Aunque su filmografía incluye comedias, musicales y dramas de vario color, James Whale ha pasado a la posteridad -injusta, no arbitrariamente- como El padre de Frankenstein. Éste fue el título que recibió en España la novela de Christopher Bram inspirada en los últimos días del cineasta y, también, el subtítulo del acercamiento biográfico-crítico firmado por Juan Andrés Pedrero Santos, feble pero fiable, redimido por una muy cuidada edición, según es su costumbre, del sello Calamar. A James Whale, así es, lo invocamos exclusivamente por un par de películas: El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein. Fueron sus mayores éxitos comerciales, además de sus principales logros artísticos, y su sombra aplastó de manera inmisericorde el resto de su obra, una veintena de largometrajes realizados a lo largo de una docena de años. En una de esas típicas poses que suelen realzar el objeto despreciado, Whale confesaba no tenerle demasiada estima a este díptico. Sin él, sin embargo, no habría entrado en la historia del cine.

James Whale nació el 22 de julio de 1889, en Dudley (Inglaterra), en el seno de una familia trabajadora; fue uno de los diez hijos que trajo al mundo su madre, de los cuales sólo siete llegaron a adultos. Desde pequeño mostró firmes inquietudes artísticas que lo condujeron, en primer lugar, lejos de su ciudad natal, y a continuación, hacia el teatro. En los años 20 estaba instalado en Londres y dedicado al diseño y construcción de decorados teatrales, haciendo algún ocasional pinito como actor, y acercándose a la dirección a través de diversas tareas de asistencia. Lo que son las cosas, Whale debutó con el montaje de sendas obras de... ¡los hermanos Álvarez Quintero! El inesperado éxito de Journey's End lo catapultó hasta Nueva York, corría el año 1929, en un momento en el cual el cine estaba reinventándose. La implantación del sonoro había obligado a la industria a recurrir a profesionales provenientes del teatro y, aunque el séptimo arte no parece haber despertado ningún fervor anteriormente en Whale, de la noche a la mañana se encontró trabajando para la gran maquinaria hollywoodiense.

Nuestro protagonista fue requerido en calidad de director de diálogos: "La tarea de Whale consistía en ensayar los diálogos con los actores previamente al rodaje de los diversos planos, aplicando técnicas teatrales que mejoraran el trabajo de los intérpretes", explica diligentemente Pedrero Santos. Su carrera fue, como se verá, meteórica. En 1930 se ocupó de la adaptación a la pantalla de Journey's End, una historia que volvió a darle suerte. La película tuvo una buena taquilla y, al poco, Whale entraba en nómina de Universal Pictures, en cuyo seno llevaría a cabo la mayor parte de su carrera. Tras el éxito de El puente de Waterloo (1931), la productora le dio a elegir su siguiente trabajo entre una treintena de proyectos. No se sabe bien por qué, aunque se haya especulado a propósito, Whale se decantó por una producción ya en manos de otro director, Robert Florey. Ni cortos ni perezosos, los mandamases de Universal retiraron a Florey del plató donde rodaba El doctor Frankenstein y le encargaron la realización de Doble asesinato en la calle Morgue (1932) -"como premio de consolación", apunta Pedrero Santos-, mientras Whale se hacía con las riendas de una película llamada a dar forma a uno de los grandes iconos del género de terror.

Aunque se cuenten por docenas las versiones de Frankenstein, ninguna caracterización de la criatura ha logrado hacer sombra a la de Boris Karloff. El libro de Pedrero Santos se recrea en el proceso de creación del monstruo: "[Karloff] Tenía que levantarse todos los días a las 4:30 de la madrugada para estar sentado en la silla de maquillaje a las 6:00, donde un esteticista preparaba la piel del actor mientras este aprovechaba para desayunar. Luego, cinco horas de maquillaje de 7:00 a12:00 de la mañana. [...] De 14:00 a 19:00 rodaba y luego se tardaba una hora más en retirar el maquillaje. Así, a las 20:00 Boris estaba dispuesto para tomar una ducha fría y largarse a casa; y al día siguiente, vuelta a empezar. Debajo del vestuario, además, llevaba elementos de acero en espalda, brazos y piernas, que hacían que sus movimientos fueran más envarados, por no hablar de la incomodidad de las pesadas botas de asfaltador que calzaba, con un peso de seis kilos cada una y a las que habían incorporados unas alzas. [Una vez] disfrazado alcanzaba una altura de dos metros y diez centímetros y pesaba unos 25 kilos más de lo que era su peso natural".

Mereció la pena el sacrificio. El doctor Frankenstein (1931) fue un éxito gracias, sobre todo, al reclamo que suponía el monstruo. Estos son los datos manejados por Pedrero Santos: "La producción había costado unos 291.000 dólares, se proyectó en algunos cines durante todo el día -sin cesar- y no tardó en alcanzar una espectacular recaudación de cinco millones de dólares". La secuela estaba cantada; no obstante, tardó en ponerse en pie y, entre tanto, Whale se responsabilizó de un par de apreciables aportaciones al género fantástico: El caserón de las sombras (1932) y El hombre invisible (1933), pasto de cierta "cinefilia con acné" con tendencia a la ofuscación. Parece ser que a Whale no le apetecía lo más mínimo retomar la historia de Frankenstein ni trabajar de nuevo con Boris Karloff. Aceptó la oferta sólo cuando le dieron carta blanca; lo cual no suponía hacer cuanto le viniera en gana -Whale no era un rebelde- sino hacer a su manera lo que pedían que hiciera. En La novia de Frankenstein (1935) hallamos, potenciadas, las bondades del primer Frankenstein y casi ninguno de sus defectos. El guión está mejor desarrollado y la realización de Whale, libre del vacuo formulismo del anterior, consigue realmente apasionarse en lo que cuenta.

Cuando Carl Laemmle Jr. abandonó Universal Pictures, el cineasta se quedó sin su principal valedor. Whale -un tipo discreto y reservado, según quienes lo conocieron- podía ser un inconveniente para sí mismo en aquel mundillo voraz. Ningún retrato mejora el de Guillermo del Toro, incluido en el prólogo: "La figura de Whale, un homosexual que ya no se escondía de serlo en aquellos años 30 y en los Estados Unidos [...], es la de un hombre que siempre quiso ser lo más libre que las circunstancias le permitieron, y cuya mayor directriz vital fue siempre mantener el máximo control sobre su obra y sobre su propia existencia. Tan libre incluso como para decidir por sí mismo cuál era el momento adecuado y la forma en que su vida debía colgar el cartel de The End". Antes de retirarse, aún se embarcaría en alguna producción de envergadura -Magnolia (1936), The Road Back (1938)-, pero su estrella se apagaba con la misma celeridad con que se había encendido. En 1941 abandonó el ajetreo diario de los estudios para dedicarse a la pintura, los viajes y el teatro, quizás su auténtica pasión. Después de dos derrames cerebrales que le hicieron temer una vejez postrado en cualquier cama de hospital, el 29 de mayo de 1957 se suicidó arrojándose a la piscina de casa. Un detalle: nunca aprendió a nadar.

A pesar de la prosa de Juan Andrés Pedrero Santos -proclive al fárrago típico de esa cinefilia que acusaba líneas atrás-, el libro es magnífico. La edición invita a cogerlo y hojearlo sólo por el placer de degustar el extraordinario material gráfico que lo surte, sostiene y, en definitiva, justifica.

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