Un pelele sin salvación posible
Versus edita con jugosos aderezos la memorable 'Perversidad', una de las obras mayores de Fritz Lang
Perversidad (1945) intensificó todo lo expuesto por Fritz Lang un año antes en La mujer del cuadro, filme de parecida trama y en la que ya aparecían los actores protagonistas -Robinson (el burgués en la pesadilla), Bennett (la femme fatale) y Duryea (el chulo chantajeador)- desempeñando los mismos roles. Siempre se dijo, y con razón, que el incremento entre una y otra película era, principalmente, de negrura. Así, si, en una cita no exenta de ironía a la tradición alemana del Kammerspielfilm, La mujer del cuadro terminaba con un despertar, el del protagonista que comprobaba con alivio que todo había sido un mal sueño y que podía por fin volver a ese pequeño mundo doméstico cuyos valores se habían vuelto más brillantes tras el mal trago onírico, en Perversidad ya no existe redención ni rescate en el último minuto: el burgués cae en la trampa, pero se revuelve y termina devolviendo el golpe, asesinando a una mujer y mandando con premeditación a un hombre inocente a la silla eléctrica. Y si la censura no vio esto inaceptable fue porque Robinson terminaba por sucumbir ante el más íntimo tribunal, el de su consciencia, que lo condenaba a la locura errante.
Pero en Perversidad, filme en el que Lang saboreó una cierta independencia fruto de su participación en la productora que la llevó a cabo, Diana Production Inc., donde el alemán compartía sociedad con Dudley Nichols, guionista de la película, Joan Bennett y el esposo de ésta, el productor Walter Wanger, no sólo se aumentó en negrura, ya que esta nueva adaptación del clásico de Georges de la Fouchardière -y por tanto remake del homónimo, La chienne, rodado por Renoir a principios de los años 30-, también profundiza, quizá como nunca en la filmografía languiana, en las fugas sarcásticas y las humoradas extravagantes, quedando adosado al conjunto un perceptible regusto de distancia autorreflexiva que singulariza al filme. Perversidad cuenta la historia de un hombre mayor, reprimido y consciente de ello, que no obstante se deja atrapar con inocencia por una ficción, abandonándose a la seducción de una mentira a la que él corresponde con otras pequeñas falsedades que, paradójicamente, son las que terminan conjurando a la fatalidad. Cristopher Cross (Robinson) es el hombre atrapado en la maraña del cine, esa fascinación con fecha de caducidad que durante el clasicismo hizo al ciudadano medio soñarse otro, enamorado del rostro de una no muy buena actriz. Pero Lang ya no quiere ser aquí manierista, tras haberlo sido en La mujer del cuadro, que se vincula más directamente con otros clásicos del hombre enmadrado en busca de la mujer sexuada -como Pesadilla (1945) de Siodmak o Nocturno (1946) de Marin, ambos filmes con Joan Harrison, quien además fuera guionista de Rebeca, en el staff de producción-, y en Perversidad anticipa la actitud moderna que reclamará distancia crítica a la escritura fílmica. El cine se hace presente, pero filtrado por una feroz ironía -al universo de las películas remite el nombre del protagonista (Criss Cross, título original de El abrazo de la muerte), lo que le cuesta no pocas chanzas; mientras, del lado de los estafadores, Duryea se admira de la cantidad de dinero que pueden ganar semanalmente los actores-, la misma en la que Noël Simsolo ha encontrado una significativa interpretación para el filme, que tendría a Cross de doble de Fritz Lang, otro culto y torturado pintor europeo penando solo en el Hollywood de las estrellas arribistas, sin auditorio con el que discutir sus ideales románticos.
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