Donde reinó el horror

Letras La literatura como recurso para iluminar sombras

Anagrama publica una obra fundamental sobre el Holocausto, 'Necrópolis' de Boris Pahor, que cuenta sus experiencias en los campos de concentración nazis

José Abad

15 de junio 2010 - 05:00

Un hombre se dirige en coche a Natzweiler-Struthof, el campo de concentración en el que estuvo internado durante la II Guerra Mundial; se dirige al lugar donde reinó el horror, hoy convertido en meta turística. Una vez allí, a cada mínima oportunidad, este hombre se aparta de los grupos de visitantes. No ha ido para ver, sino para revivir, y el recuerdo y el espanto que aún provocan ciertos recuerdos no lo abandonan en ningún momento. En realidad, estas sensaciones lo acompañan desde entonces, desde el tiempo gris ceniza en que Boris Pahor sufrió aquel calvario, y las llevará con él hasta el final de sus días. Quien ha visto el infierno guardará para siempre memoria de cuanto allí presenció. La experiencia del Holocausto tiene algo de inconcebible -¿Cómo se puso en marcha este atroz mecanismo de exterminio?- y Pahor la evoca sabedor de que las palabras difícilmente darán una idea fidedigna de lo vivido entre aquellas alambradas, a la sombra de esas chimeneas que vomitaban muerte al cielo de la civilizada Europa.

En Necrópolis, los sentimientos son encontrados y extremos. El narrador pasea con sigilo y turbación por lo que queda del campo donde vio caer, claudicar, sucumbir a tanta gente (Donde él cayó, claudicó y sucumbió). A Pahor lo inquietan las muestras de relajamiento o alegría que sorprende en el resto de turistas. En ciertos lugares, ese relajamiento y esa alegría tienen su punta de impertinencia, pero sería injusto -lo sabe- pretender instalar a las generaciones del presente en ese ayer apocalíptico. En cierto pasaje, una parejita se separa de la comitiva para hacerse arrumacos y besarse, indiferente a las advertencias escenográficas de la hecatombe: los barracones, las torres de vigilancia, el crematorio… "Quién hubiera pensado entonces que por aquí iban a pasear parejas de enamorados", escribe condescendiente. El narrador es, en cambio, inmisericorde consigo. Al igual que otros, Boris Pahor sobrevivió al genocidio, pero no a un pertinaz sentimiento de culpa; ante los millones de caídos, siente vergüenza por haberse salvado. Así pues, el reencuentro con el pasado no es catártico. No hay purificación. No hay liberación. Quien ha vivido en el infierno permanecerá en él aunque escape.

En la reconstrucción histórica, todo es importante; la vivencia íntima y el detalle objetivo, la víctima y el verdugo. En medio de tanta zozobra, llaman la atención esos pequeños gestos de una grandeza inconmensurable, como que un enfermero cambie el número de identificación de un condenado a muerte por el de un cadáver para salvar al desdichado apenas unos días más (Además de las ejecuciones colectivas, el hambre y las enfermedades recogieron su propia cosecha de muerte). Necrópolis muestra el funcionamiento de la maquinaria nazi, de cómo llevaba a cabo el aniquilamiento de (casi) todo atisbo de humanidad en unas personas a quienes no veían como personas, y de cómo eliminaba después el cuerpo físico, esquelético, que las sostenían. Posiblemente, el sustantivo "maldad" no explique de manera satisfactoria qué había en los corazones de los carniceros; debería acuñarse un término en el que se entrelazaran las ideas de crueldad y desprecio extremo, de indiferencia y determinación brutal, de cálculo y refinamiento abominable, y las mimbres de un esquivo deleite, para darle nombre a esa expresión del Mal.

Boris Pahor busca asidero en la literatura para no sucumbir a la desesperación. Su prosa es caudalosa, pero fluida y transparente como un arroyo de montaña, y limpia y afilada hasta hacer daño. Pahor rehúye la tentación patética, pero no la inspiración poética, desmintiendo con la práctica la famosa sentencia de Theodor Adorno "Después de Auschwitz, la poesía no es posible". En unas líneas, leemos: "los dedos del viento frío tocan en el arpa del tórax humano un silencioso réquiem, roto en el acto por los dientes de los pastores alemanes". La metáfora del "arpa del tórax", para referirse al costillar en relieve de las víctimas desnutridas, ni atenúa el dolor ni embellece el horror. A Boris Pahor, la escritura le permite poner en orden esa vorágine de emociones y enfrentarse al turbión del ayer con mayor entereza; le permite iluminar las sombras y sembrar en un campo arrasado; le permite redimirse, al menos en parte, y prevenirnos.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Así canta nuestra tierra en navidad | Crítica

El villancico flamenco

Mapa de Músicas | Emiliana de Zubeldía. Canciones

Canciones desde México

Lo último