Un tabaco y oro para la historia reciente de Los Califas
Historia taurina
Finito de Córdoba se ganó la gloria en la Feria de la Salud de 1994 en una faena en la que vistió un terno como los viejos trajes de alamares de mariposa que Manolete solía lucir
Mayo toca a su fin. Córdoba, como de costumbre, está de fiesta. Un mes donde la ciudad se ha vestido de gala y ha vivido, un año más, la exaltación más luminosa de sus costumbres tradicionales. En mayo, Córdoba se ha vestido de fiesta y para mayor gloria de su historia, la cierra con su tradicional feria en honor de la Virgen de la Salud.
En España siempre fue así y siempre lo será, la fiesta está estrechamente unida a la tauromaquia. Así fue siempre y la tradición tiene que ser respetada. El ambiente taurino de la que fuera capital del Califato omeya está reverdeciendo viejos laureles, durante muchos años mustios, secos y marchitos. Larga ha sido la travesía por un árido desierto. Años duros en los que muchos, desencantados y con la nostalgia de otra época dorada, habían dejado de asistir al magno coso de Los Califas.
La sombra alargada, como sacada de un cuadro de El Greco, de Manolete aún era recordada. La revolución sesentera de aquel huracán que convulsionó el toreo, llamado Manuel Benítez, había languidecido con los años. La Córdoba taurina estaba dormida, esperando ser despertada. Lo malo era que el sueño ya duraba demasiado.
El final de la década de los ochenta fue testigo de la aparición de un muchacho que despertó la ilusión y las ganas de toros en la vieja Córdoba. Un muchacho que aportó una frescura, que hizo que la esperanza y la ilusión volvieran con fuerza sacando del ostracismo a la otrora capital del toreo. Juan Serrano, Finito de Córdoba de apodo, poco a poco se fue convirtiendo en una realidad.
Tras una etapa novilleril fugaz, donde deslumbró con su pureza y ortodoxia a todo el orbe taurómaco, su paso al escalafón de matadores fue acusado en un principio, pero dos años después de la ceremonia de alternativa sacudió un San Isidro los cimientos del toreo, colocándose en lo más alto de la torería. Tanto es así que ese año 1994 su nombre aparecía como eje fundamental de una feria taurina de la Salud, donde estaba acartelado tres tardes.
En la primera de sus apariciones había descerrajado la puerta Califal. Su segunda actuación pasó sin pena ni gloria. El sábado 28 de mayo era su última aparición en la plaza que le había visto nacer como torero. En el hotel, su mozo de espadas había dispuesto, una vez más, la silla con los ornamentos taurinos. En esta ocasión, Finito vestiría un torero terno tabaco y oro. Era una recreación de los viejos trajes de alamares de mariposa tan populares en tiempos pasados, cuando Manolete los vistió con asiduidad.
Justo Algaba, el maestro de la sastrería taurina, había recuperado aquellos vistosos vestidos. Finito de Córdoba fue uno de los espadas que contribuyó a ello, vistiéndolos muchas tardes, a la recuperación de una ornamentación que se creía pérdida en el tiempo. Solemne sobre aquella silla, improvisada ara, el terno esperaba ser vestido.
La tarde era de expectación. La plaza presentaba un lleno aparente, aunque quedaron algunas localidades en taquilla. La corrida enviada por el ganadero sevillano Gabriel Rojas hubo de ser remendada con dos ejemplares del hierro de Cayetano Muñoz.
El cartel lo abría el colombiano César Rincón, en lo más alto de su fama, sus puertas grandes de Madrid lo habían colocado en el Olimpo. Lo que hizo Rincón en aquella época fue muy difícil, y a día de hoy será complicado igualarlo. La terna la cerraba el torero local Chiquilín. Córdoba estaba dividida y la afición esperaba un duelo que rememorara los vividos en la etapa novilleril de los dos nuevos toreros de Córdoba.
La corrida transcurría a base de fogonazos y detalles. La cosa parecía que iba a quedar en poco, o tal vez en nada. Saltó a la arena el quinto de la tarde. "No hay quinto malo", se decía en la época del Guerra. De pelo negro, herrado con el número 167, de nombre Tabernero y 546 kilos en la báscula. Haciendo honor a su encaste Núñez, fue un toro frío de salida. Cumplió a duras penas con las cabalgaduras, acusando falta de fuerza.
El capote de Antonio Manuel de la Rosa –qué buen peón– le abrió muchas puertas dándole la confianza al animal. Cruz Vélez y Puerta banderillearon con lucidez. Finito tomó la muleta. No dejó a sus hombres cerrar el toro. Sin apenas probaturas, el torero comenzó a cimentar una de las muchas obras de arte que ha labrado sobre el albero califal. ¿Cómo fue aquello? Difícil de contar y más difícil de explicar. El preludio fue bello, pero había que medir mucho las fuerzas del animal, ahí estuvo la clave.
Las primeras tandas, bellas y logradas, fueron a media altura y muy a favor del toro. La apoteosis vino después. Tabernero se creció y Finito bordó el toreo. El de siempre, el que estremece, el que emociona, el que cala en los sentidos, el que enamora y el que no se olvida. La simbiosis entre toro y torero fue plena.
Por los tendidos se vivían emociones únicas. Poco a poco, la plaza se fue tornando alba de pañuelos. ¿Qué ocurría? ¿Se pedían los máximos trofeos antes de matar? ¿Se pedía la vida del toro? El público estaba en trance. Manuel Rodríguez Moyano asomó el pañuelo naranja, el que da vencedora a la vida brava, en el antepalco. Tabernero se había ganado su vida y Finito la gloria. Historia reciente, historia inolvidable.
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