La tribuna
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Las ciudades y los libros
Cuando caminas por las calles de Tánger, tienes la impresión de que todo el mundo intenta venderte algo. Da igual que dirijas tus pasos hacia el Puerto o hacia la Kasbah: a cada paso salen todo tipo de personajes dispuestos a colocarte su mercancía. La impresión se refuerza a medida que avanzas hacia la Medina, donde te ponen directamente en las manos todo tipo de pañuelos, bolsos, monederos, gafas de sol, chilabas, perfumes y demás complementos. A partir de un suficiente nivel de experiencia, aprendes ya a distinguir al tipo que, una vez que le has rechazado las presuntas Rayban, te va a ofrecer el hash a mejor precio que el pollo de la siguiente esquina. Pero todo vale la pena cuando llegas al Zoco Chico y te dejas conquistar por el ambiente, el gentío, una extraña mezcla de placidez y velocidad, el trajín de grandes y pequeños y la música que alguien, seguramente, estará tocando en directo en el mismo centro de la plaza. Aquí es preceptivo sentarse en el Café Central y pedir un té, como lo es en el resto de cafeterías heredadas del Estatuto Internacional, el Gran Café de París, el Café Hafa, el Roxy, el Colón, el Mamounia, el Mabrouk, el Marhaba y tantos otros monumentos a la detención del tiempo. En ningún otro lugar del mundo he encontrado tantas cafeterías que inviten con semejante atracción a sentarse en las terrazas, sacar un lápiz y un cuaderno y tomar nota de todo lo que pasa ante tus narices, a la manera de Georges Perec, como si uno fuese un Paul Bowles de pacotilla. La clientela está formada en estos lugares por oriundos solitarios, árabes que acaparan las mesas y que se dedican, justamente, cada uno por su cuenta, a contemplar el mundo desde su atalaya como si no hubiese nada mejor que hacer hasta el día del juicio final; por algo el primer sorbo arderá siempre como las llamas del infierno, ingerido, eso sí, con la misma quietud de ángeles inmortales, sin quejas ni aspavientos. Solo de vez en cuando se juntan dos o más compadres en una misma mesa, reunidas quizá sus mujeres en la casa de cualquiera de ellas, para conversar en voz muy baja o hacerlo a base de risotadas estruendosas. Los turistas apenas entran a los cafés: pocos ecosistemas ofrecen menos facilidades a los conformistas del todo incluido, pero en realidad es muy difícil dejar de ser un turista en Tánger si no eres de aquí. El mito del viajero romántico, inmaculado, exento de motivaciones capitalistas, parece tener su razón de ser en esta ciudad, pero una vez que te adentras en sus costuras casi que no hay más remedio que acogerse a la masa. En Tánger, si te miran como a un turista, la partida está acabada.
Al mismo tiempo, la ciudad brinda multitud de señales relativas a herencias comunes y raíces compartidas. Sobre todo en el barrio español, apenas sin salir de la Medina, donde la memoria de los cines de antaño, los comercios y los vecinos sentados al fresco a las puertas de las casas late viva aún, más todavía en esta paradoja que parece hacer más sólido el recuerdo. Cunde, inevitablemente, una sensación singular de hogar frente al Gran Teatro Cervantes, sometido aún a su reforma interminable tras la definitiva cesión por parte del Gobierno de España al de Marruecos, como si de las noches de gloria que firmaron aquí Lola Flores, Manolo Caracol, Imperio Argentina, Estrellita Castro y Juanito Valderrama quedara un calor preservado, un aplauso que resuena perdido entre los andamios. En el Gran Zoco, la Medina se resuelve en multitud de callejuelas angostas e inabarcables, una procesión de colores, umbrías y aromas de todo tipo en la que reinan a sus anchas los gatos, quienes, sentados en su alféizares, parecen haber tomado la misma medida exacta del tiempo de la que hacen gala los árabes solitarios de los cafés. Entre alfombras, lámparas y especias, Tánger amenaza con dar rienda suelta a sus fantasmas, como si Jean Genet, Tennessee Williams, Truman Capote, Cary Grant, Vivien Leigh, Winston Churchill, Greta Garbo, Samuel Beckett, Jane Bowles o Peggy Guggenheim fuesen a cruzarse en nuestro camino tras la siguiente esquina. Pero no hay peligro: los turistas ruidosos, empeñados en llevarse retratada en sus móviles hasta la última hoja de menta, devuelven a los pies el contacto con el suelo, aunque a lo mejor es Mick Jagger el guiri feo y larguirucho que acaba de perderse entre la plebe bajo su gorra deportiva.
Fuera de la Medina, de camino a la playa, Tánger se va llenando de resorts de lujo en una estampa progresivamente similar a la de la Costa del Sol, pero también de grandes plazas, mansiones ajardinadas, largas avenidas, ostentosas sedes institucionales y fascinantes ejemplos de arquitectura colonial que demuestran hasta qué punto presume la ciudad de su vieja partición internacional, cuando nómadas de todas las nacionalidades terminaron aquí en busca de una oportunidad prometida de antemano. En todo caso, también hay librerías que pueden echar un cable a la hora de reconciliarnos con el pasado. La más emblemática sigue siendo La Librairie des Colonnes, en el Bulevar Pasteur, que tras su portal de ensueño ofrece al lector una cuidada selección en varios idiomas y en la que Jack Kerouac parece a punto de dejarse ver en la próxima estantería; pero también vale la pena dejarse caer por Les Insolites, en la antigua calle Velázquez, más enfocada al lector local (heredero, ya se sabe, de la mejor tradición intelectual en lengua francesa) y ejemplar en su condición de dinamizador cultural en toda la ciudad (su lema, Irreverencia e Inconformismo, es bien explícito al respecto). Mientras tanto, los turistas harán más fotos en la Cueva de Hércules o en la reserva natural del Cabo Espartel, aquí donde el mundo se parte definitivamente en dos y donde todas las orillas parecen confluir en un solo instante. Dará tiempo a un último sorbo antes de que el atardecer apure sus encantos para solaz de los gatos.
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