El parqué
Álvaro Romero
Jornada de subidas
el poliedro
En su modesto taller, desde el otro lado del mostrador, la señora recibe con celeridad del cliente las prendas para arreglar, a pesar de la dificultad grande que muestra para hablar y -diríase sólo al pronto- para comunicarse. Verifica, valora, propone, registra, presupuesta y da fecha de recogida en unos pocos segundos; no he visto cosa igual. Es todo lo contrario al churrero de los domingos, un gran comunicador; una versión meridional de los oradores espontáneos de la Speakers Corner del Hyde Park: mientras maneja los palillos y rellena la churrera -labores que exigen parsimonia-, el hombre de blanco mandil aprovecha cualquier mero saludo o hasta los silencios de la cola para soltar una filípica, una homilía, una queja administrativa, una mención a las muelas del alcalde o del seleccionador: lo que sea; el hombre pía y repía, hasta hacerse más pesado que su género si es engullido con avidez. Mientras que la costurera hace grato por eficaz y eficiente su servicio, el churrero secuestra y espanta a su fuente de ingresos (en realidad, volverán: es sabedor de lo deseado de lo que vende).
Valgan estos apuntes del natural para hacer una conjetura sobre la condición de empresario: "Las personas con hándicaps físicos o, por extensión, de personalidad y, en concreto, relacionales, pueden desarrollar capacidades empresariales/emprendedoras que resulten insospechadas a priori". La liebre para atreverse con tal hipótesis la lanza la capacidad de resolución de la modesta costurera. Dicha modestia, no poco tópica, no obsta para que fuera de su local también suela haber cola, a pesar de lo cual sus plazos son reducidos, la calidad de sus arreglos, palpable, y por tanto la eficacia de sus operaciones está fuera de duda. Alguien podría pensar que si, en vez de hablar con algo más que dificultad, se expresara con elocuencia -como el churrero- estaría abanderando su propia red de franquiciados. Sin embargo, puede que el catalizador de su éxito sea su defecto. Valga este encomio de la tara o elogio de la timidez como propuesta conceptual ante las montañas de modelos sobre las características del buen emprendedor: proactividad, don de gentes, empatía, optimismo, autocontrol, pasión, liderazgo, networking, capacidad de sacrificio, visión larga, honestidad, adaptabilidad o buena mano para la paella. Permitan esta última humorada para hacer notar el descreimiento de quien suscribe ante tales teorías sobre los Rasgos del Gran Hombre. Alto riesgo de toparse con farfolla.
Gente con éxito empresarial la hay de toda clase y condición. Entre los que emprenden con rumbo imparable los hay bajitos y guapos, y altos y feos, invisibles como Del Pino -hasta hace nada, lo era- o Andik, de perfil bajo como Amancio, rutilantes como Gianni Agnelli, estrafalarios como Branson o Musk. Miles de pequeños y medianos, cada uno de su padre y su madre. Antipáticos o encantadores. Perezosos -es un decir- pero brillantes ("Un negocio que no da para levantarse a las diez no es negocio ni es nada", decía José Manuel Lara padre), o grises y hormiguitas. Elegantes y accesibles. Raros, aprensivos, obsesivo-compulsivos, catetos, ensoberbecidos. Formados a alto nivel, con diplomas o semianalfabetos. Engreídos sin causa o humildes esenciales. Simples cuerpos con suerte o egregias mentes. Honrados y lo contrario. Hay de todo. Tras las muchas indagaciones de aire científico o simple fogueo, ¿por qué no proponer una Teoría del Emprendedor a Reacción, el que a veces lo pasaba mal en el recreo ante la prepotencia de los listillos que hoy le chupan la suela? Será difícil el trabajo de campo: nadie quiere remover sus zonas de sombra, aquellas que -quién sabe- nos hacen ser lo que somos, incluso lo mejor de lo que somos.
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