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Ningún spot de esta extraña Navidad, en la que se necesitaban mensajes originales y esperanzadores, caló de la forma como lo ha hecho Lola Flores. No ella, por supuesto, sino la agencia Ogilvy, que junto a las dos hijas de la artista jerezana han creado un holograma convincente dentro de un impacto sobre la identidad andaluza emocionante, que es lo que requería Cruzcampo. El subrayado feminista se dirige a las nuevas generaciones para hacer suyo el icono de Lola ya que a los somos veteranos nos consta el símbolo, poderío y autoafirmación que siempre representó la Faraona, apodo sideral.
Cuando en la copla las cantantes aún se conocían con diminutivo paternalista, Estrellita, Paquita, Juanita, la de Jerez ya iba por los carteles con su nombre racial y sencillo que nos adelantaba el espíritu bravío de la nacida en el barrio de San Miguel, lo mejor del mundo entero. Aunque se sigue recurriendo a la ocurrencia de aquel cronista neoyorquino de que ni canta ni baila, no se la pierdan, no sigamos cayendo en el tópico. Lola Flores cantaba y bailaba. Nunca fue clásica ni académica y sus limitaciones de dulzura las compensaba con sinceridad de desgarro. No es descabellado insistir en que el Tanguillo de la Guapa de Cádiz está compuesto a ritmo de rap cañí, cuando no existía el rap, o que el Cómo me la maravillaría yo es hip hop por adelantado. Si era por fascinar y sorprender, este verso libérrimo, involuntaria bandera del independentismo jerezano, retorcía en espiral las convenciones melódicas.
Y además de la artista está el personaje unido a su vida personal y familiar. Al crowfunding de quien siempre admitió que el dinero no tenía demasiada importancia. No habría bitcoin que hubiera podido con ella. A la identidad andaluza no sería necesario unirla en el siglo XXI a las guitarras y al flamenquito, pero sí a la reclamación de nuestra forma de manejar (y muy bien) el castellano y a figuras tan indiscutiblemente del Sur, y de su significado en la brújula, como la casi centenaria y milenaria Lola Flores.
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