El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
poliedro
Privatización significa que el Estado deja de hacer cosas que le competen, o prescinde de lo que posee, para que una empresa privada sea el nuevo titular completa o concertadamente, cumpla esas funciones y provea al propio Estado y a los ciudadanos de esos servicios, ya bajo propiedad privada. La historia de la privatización contemporánea española tiene sus máximos exponentes en los gobiernos de Aznar (PP) y Zapatero (PSOE): ceder un jugoso poder económico nacido y crecido en lo público es, pues, interideológico. Que una empresa de enorme potencial como Telefónica (hoy Movistar) se privatizara en 1999 sin pasar tamaña decisión por el Congreso podía tener cierta lógica de urgencia por un mercado mundializado, pero no pudo ser ajena a intereses privados: lo que era de todos son hoy acciones fluctuantes. Esto tiene su parte positiva; por ejemplo, nutrir al llamado capitalismo popular. Pero, ¿tan torpe es el Estado español, tan faltos de capacidad los servidores públicos, tan abstinentes nuestros políticos? ¿O se trata con el privatizar de obtener una fuente presupuestaria de urgencia que sustituye a la capacidad de gestión empresarial de la política, además de ser una oportunidad de comisionar, los bien posicionados? Haga cada uno su cóctel de razones.
Cabe reparar en cómo Endesa –fundada en la posguerra como Empresa Nacional de Electricidad, S.A– ha acabado siendo propiedad de la gran energética estatal italiana, Enel, o en cómo ya no hay banca pública española alguna (en Francia la hay, y de primer orden competitivo). Tras haberse privatizado buena parte de la SEPI, los tecnócratas de fe querrían que Correos, Loterías y Aena –dos joyas–, Airbus, la gestión de Costas o Aduanas, el Museo del Prado o la misma Zarzuela se transfirieran a fondos de inversión, que no en vano son nuevos Estados intrazables. ¿Demagógico? Demagogia es poner a Renfe de inepta –por pública– y a la Alta Velocidad española de proyecto degradado, hacer lobby a todos los niveles, incluido el gubernamental, para que el negocio se comparta con grupos poderosos, tenidos a priori por solventes técnica, organizativa y directivamente para compartir el negocio del AVE, de indudable viabilidad, y entregarnos –¡vayamos!, ¡vayamos!– a las operadoras que ahora nos dan, no para siempre, caramelos a la puerta del cole low cost. Recuerden lo que sucedió en una patria del tren, el Reino Unido, con la privatización, de la que hubo que dar marcha atrás: el sistema libre resultó más caro, y de mucho peor servicio (cancelaciones salvajes, falta de puntualidad y de mantenimiento). Acabó siendo el doble de caro que el puramente público. En el camino, los salarios ejecutivos subieron un 56%. Poco comentario cabe hacer a la luz de los datos.
Si en algo España se beneficia de un sistema mixto o de concertación es en la primera partida presupuestaria de todo gobierno, en España descentralizada: la Sanidad. Aunque casi todo sistema tiende al crecer a la entropía, al desorden y a la igualación por lo bajo (masificación, citas a meses vista, consultas exprés, bajos salarios), en este sector tan mermado pero vital –en sentido estricto–, las aseguradoras dan un servicio valorado por los ciudadanos; mas este asunto merece no un artículo, sino un tratado. Permita, finalmente, un poco más de certezas descarnadas: entre la necesaria contribución de la sanidad privada a la sanidad pública y los ejércitos privados que paga Putin con rublos comunistas, hay una enorme gama de posibilidades de economía mixta. Pero no cuela señalar al Estado como un vampiro fiscal –cornudo, y apaleado y un gestor inútil–. (La derecha y la izquierda moderadas deben defender la propiedad pública de los bienes estratégicos... y hacerlos funcionar. Continuará).
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