El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
el poliedro
El supermercado se ha convertido para la mayoría de los españoles en un lugar desagradable e inquietante. Parecen lejanos los tiempos en los que ir a aprovisionarse de productos para el hogar era una tarea obligada, pero no estresante, puede que entretenida y hasta relajante, una evasión de andar por casa, cotidiana o semanal. Siempre ha habido almas ecónomas, no necesariamente tacañas; personas que entre los lineales despliegan tácticas de una estrategia de control de costes de corte casi científico, ríete tú del taylorismo y de la “mejora continua” de la escuela japonesa de Calidad: gente que analiza los precios de las latas de atún, la leche o el jabón de lavadora de forma estática e in situ, pero también dinámica, o sea, con previa indagación en casa frente al ordenador, cotejo de ofertas y promociones, solvencia brutal en la consideración de las fechas de caducidad y de los orígenes planetarios de las mercaderías, comparación entre distintas cadenas de distribución –el litro de oliva virgen extra siempre ha sido totémico y catalizador, no sólo ahora–, recuerdo preciso de la evolución histórica del montante en euros del ajo o el rollo de papel, urbanitas de espíritu agropecuario y estacional que durante el invierno reniegan del tomate natural y en verano de la mandarina, versadísimos en cuál es el momento preciso –y asequible– de deleitarse con un cuarto de picotas o nísperos (ese manjar efímero y de misteriosa rentabilidad).
Pero existimos muchos con otro posicionamiento en esto del consumo carrito en ristre, el del establecimiento o el renacido casero de tela basta y ruedines, y somos más libertinos y pródigos, más caprichosos, menos severos con el bolsillo –a la postre limitado, y por tanto no convivimos bien con llevar una lista y mucho menos una calculadora al Padrefour, el Litel, El Pernil, el Menos es Más o al Mercadueña (permitan que no haga publicidad gratuita, esto es un periódico y sus empleados tienen niños que alimentar y, por tanto, supermercados a los que ir a dejarse sus cuartos para llevarse otros cuartos, sean de pechuga de pavo, sean de cinta de lomo adobada en un tentador “pague un cuarto, llévese cuarto y mitad”). Esta otra raza consumidora sufre desde la Guerra de Ucrania, mucho más que el avezado miradito, y pasea por los pasillos del súper mirando con tribulación –y dificultad– los “el kilo sale a”. Según mi empírica percepción, este cliente rumboso está comprando muchísimo menos en este plan de altísimos precios inducidos y, no pocas veces, sospechosos de estar inflados de forma canalla. Nuestra inhibición es pura ley de la demanda: me subes los precios, compro menos. Ahora debería producirse la reacción de la oferta: compras menos, bajo los precios para estimularte. Seré pesimista: no será así. Como rezaba sobre la dantesca puerta del infierno: Abbandonate ogni speranza. No bajarán cuando en puridad deban bajar, o lo harán sólo cosméticamente. El esquema inflacionario se apuntala y se cuadra con una presión de los salarios al alza, pero será perezosa y ni mucho menos automática, de forma que en el camino unos cuantos oferentes e intermediarios se harán ricos –los “pescadores” que han “metido el lápiz” a río revuelto–, y muchos pequeños agricultores y ganaderos desaparecerán por falta de ventas y por una posición perdedora en las cadenas de intermediación y distribución. El consumidor –el españolito de a pie– verá reducida la histórica variedad y calidad de su cesta de la compra. Seremos más europeos. Que en términos medios y en lo del comer y el beber significa, con todos los respetos para nuestros socios, ser más cutres, más pobretones, menos saludables. “Terror en el hipermercado, horror en el ultramarinos” (Alaska y los Pegamoides, 1980).
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