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el poliedro
Marco Polo era veneciano, viajero, mercader. El doctor Livingstone, médico, explorador y hasta misionero, con incursiones veraces en la astronomía, la cartografía, la zoología y la geología. Robert L. Stevenson, también escocés, que no sólo vivió para describir, con detalle de vicisitudes, los Mares del Sur, alucinante pero malsano paraíso que vivió en sus carnes, sino que antes fue tan talentoso como para hacer para siempre eternas sus ensoñaciones viajeras durante un verano en las Highlands, en el que cada día escribía y relataba a su familia un capítulo de la que vino a ser La isla del tesoro. Stendhal, quien a principios del XIX sufrió paroxismos ante el arte y la belleza de una Florencia en la que la porquería todavía se tiraba a cubazos a la rúa. Fernando de Magallanes y Cristóbal Colón. James Cook, Darwin; Colin Thubron, ya en el XX, que me conmovió con la lectura de En Siberia en pleno estío en Mazagón, Huelva. Marineros como Amundsen, noruego, y Shackleton, irlandés, que hollaron, heroicos, los hoy menguantes polos Norte y Sur, arriesgando el pellejo y el de sus hombres con el afán de alumbrar terra incognita. Viajeros.
En un mundo pequeño como nunca antes, denominarse hoy viajero es una broma. Más aún si usted tiene más de treinta años; la juventud acredita y permite, naturalmente, la sensación del descubrimiento, del orgullo del pionero. Pero virginal casi no hay un metro cuadrado geográfico: ver esta semana a una piara de montañeros subiendo en cordada el Everest mientras pisan –qué van a hacer, una vez llegados allí a razón de 220.000 por cabeza– el cuerpo de un sherpa, ya cadáver: es esta la metáfora más elevada de la estupidez suprema a la que podemos llegar los humanos de la mano del show digital. Lo peor estaba por llegar: el antiturista, que no es una persona que abomina del turismo actual. No. El antiturista es la cuadratura del círculo del desplazarse por gusto, en un siglo XXI donde Elon Musk promete viajes espaciales y baila como un botarate cada día que presenta una próxima –e inútil, ¿no?– amenaza técnica. Es alguien que es peor que el turista de masas: es el que desvela o desflora sitios aún no contaminados. Y los pandemiza.
El antiturista nada tiene que ver con un sujeto que se resiste a que desvirtúen su biotopo rural o urbano. No es alguien que frecuenta y cultiva los sitios de encuentro en su barrio, su pueblo o su ciudad: el antiturista se encanta con escenarios ajenos, a los que supone descubrimientos. Ejerce un turismo alternativo. No es alguien que no soporta al turista, sino que es uno de ellos... pero con pretensiones de exclusividad: es en el fondo un turista que vuelve a casa con un reportaje de una remota periferia, de reunión vecinal, de mesones donde sólo hay paisanos, o de un servicio religioso exótico; no va a conciertos de Coldplay en Londres, sino que hace de figurante paganini en sesiones folclóricas de lugareños que proveen de atracciones –puede que tan únicas como la Coca Cola– a un visitante que levita con una realidad cotidiana pero ajena; quizá durmiendo en un lugar realmente horrible, que él o ella sublima como un templo de autenticidad. Es el eslabón ulterior del que viaja descubriendo con su móvil al mundo un Rinconcillo o un Faro en los que llegar a la barra es una yincana, y a los que arribar fue una cortesía de Tripadvisor y Google Maps, al alimón. “¿Qué desea, Dr. Livingstone?”, “La carta de tapas, ancestral lugareño”. Cuidado: el turista antiturista está llamando a su puerta. A la de su barrio, pura onda expansiva. Pidiendo la carta de tapas, y alquilando una cama detrás del cabecero de la suya.
(No quise saber, pero supe, que Gabriel Albiac escribió hace tres años sobre esto mismo. Y es que nadie puede ser pionero ya. Ni en su tierra, ni en ninguna otra.)
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