
Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
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LA dialéctica maniquea de buenos y malos, sin espacio para los grises, que también en economía cuenta con demasiados adeptos, ya sea por comodidad intelectual o desconocimiento, suele enfrentar al poder político - que aparecería como garante de la ciudadanía- con los mercados de valores. De esta forma, un presidente de gobierno puede aparecer como un paladín frente a la potencia económica de las grandes empresas de la bolsa, o, en su defecto, un vendido respecto de estas, según dicte la narrativa social dominante. En nuestro país, esta entelequia del poder privado, supuestamente todopoderosa, estaría encarnada por el Íbex 35.
La realidad rara vez encaja en este cliché, entre otras cosas, porque generalmente, es el mercado de bonos, y no el de valores o acciones, el encargado de disciplinar o directamente ejecutar a presidentes o primeras ministras díscolos o heterodoxos, con independencia de que sean de izquierda o derecha. Una vez que este mercado dicta su veredicto, se debe acatar, salvo pena de abocar al país a una suspensión de pagos y posterior rescate.
Esto es así por dos razones. En primer lugar, porque está formado por el dinero más miedoso que existe o, como diríamos técnicamente, con mayor aversión al riesgo. Los compradores de bonos públicos de países desarrollados, a diferencia de los de bolsa o criptoactivos, están dispuestos a renunciar a altas rentabilidades potenciales pero, a cambio, demandan las máximas garantías, y no admitirán ninguna decisión política que ponga en riesgo el cobro de sus intereses y no digamos la devolución del capital prestado. En segundo lugar, su volumen económico, y por tanto poder, ha ido creciendo a medida que la deuda de los países desarrollados aumentaba, como una gran bola de nieve, incluso superando el techo del 100% del PIB. Recordemos que, en el Tratado de Maastricht de 1992, se fijó, como requisito de entrada en el euro, que este valor no podría superar el 60%.
El presidente Zapatero experimentó en carne propia la aplastante fuerza de este mercado. En abril de 2011, cuando la prima por riesgo del bono español, respecto del bono alemán, superó los doscientos puntos básicos, se vio obligado a renunciar a presentarse de nuevo como candidato. Pero, al superar los trecientos puntos en julio, no le quedó más remedio que convocar elecciones anticipadas y modificar la Constitución de forma exprés, para que, precisamente, el pago de la deuda pública, es decir los bonos, sea lo primero que España está obligada a pagar frente a cualquier otro gasto del Estado en los presupuestos generales.
Pero nadie conoce mejor la dolorosa disciplina del mercado de bonos que Liz Truss. La Primera ministra británica estaba llamada a hacer historia, ya que era la segunda mujer en ocupar el puesto en casi 300 años, después de Thatcher. Pero no ocupó el puesto ni mes y medio, tras anunciar recortes impositivos generalizados, exactamente la misma estrategia de Trump. El mercado de bonos, poco creyente en la Curva de Laffer, consideró que esas rebajas multiplicarían el maltrecho déficit fiscal británico tras la Covid-19, por lo que disparó la prima de riesgo del bono británico, obligando a intervenir al Banco de Inglaterra para garantizar la estabilidad financiera, tras lo que tuvo que dimitir.
Ahora, una vez más, ha sido el mercado de bonos el que ha parado el ímpetu arancelario de Donald Trump, obligándole a pausar los mismos. Haría bien en escuchar este primer aviso.
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