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Ignacio F. Garmendia
Universidades
Gafas de cerca
En qué momento de su vida decide corromperse una persona honesta, o al menos tan presumiblemente honesta como para haberse enrolado en la Policía, si es que descartamos que alguien ingrese en el Cuerpo con la intención de forrarse dando cobertura a actividades ilícitas, o que incluso acceda al cargo de la mano de los tejemanejes de bandas criminales y para ser su infiltrado (¿no era justo al revés, esto de infiltrarse, más allá de L.A. Confidential y otras películas americanas?). Dónde está, a lo largo de los años que una persona vive, ese punto de inflexión ético en el que la codicia vence al sentido del deber o al mero temor de ser descubierto y condenado, entre otras cosas por –siendo un zorro en el gallinero, el enemigo en casa– haber sin duda puesto en peligro a sus propios compañeros mareando y manejando los hilos de sus operaciones para beneficio de temibles narcotraficantes: ¿cómo se sentirán con esto los familiares de los guardias asesinados en una triste zodiac por la proa de una planeadora de miles de caballos? Cuándo alguien se envilece sin marcha atrás, viviendo una vida al borde del abismo, otorgándose el bálsamo de una coartada moral: “El tonto no voy a ser yo, eso lo tengo claro; esto va de lobos o corderos, es lo que hay, ¿o no?”.
Lo supimos anteayer: ha sido detenido por miembros de asuntos internos el jefe de delitos económicos de la Policía de Madrid. Ocultaba 20 millones de euros emparedados en la casa de su pareja, a la sazón compañera de uniforme, y la cosa apunta a que la morterada de talegos tiene que ver con un reciente alijo de cocaína, el más grande de la historia de España. Como suele decirse, “no se descarta ninguna hipótesis”. Me encantaría que fuera un montaje y el pobre hombre, su mujer y hasta el del pladur fueran víctimas de un contubernio mafioso. Si confundir los deseos con la realidad es una constante humana, en este caso esta se antoja demasiada pirueta mental. No soy de los que presumen de no importarle la opinión de los demás, de forma que, ampliando el foco, he pensado de inmediato en qué especie de albóndiga infame se les representará a nuestros socios comunitarios esto que llamamos España: un país que no para de perpetrar chapuzas y engendros en las más altas esferas de autoridad. Lucha entre los poderes del Estado, mentiras gubernamentales sin consecuencias, egregios representantes feministas que resultaron ser pulpos de garaje y fariña; antes, un escandaloso y decepcionante al máximo Rey emérito dando pie a morbosas series de televisión. Un putiferio, se dirán (los de fuera... y los de aquí).
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