La Rayuela
Lola Quero
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reloj de sol
Se puede desvestir una ciudad, se puede desnudar para codificarla en su fragmentación simbólica. Es lo que lleva haciendo, ya unos años, el pintor cordobés Manuel Garcés, que inaugura esta tarde su exposición Área de sol en el Museo Provincial de Huelva. La técnica del mosaico superpuesto, la imagen descompuesta sobre el píxel variable con significado, en variedad cromática, de intención y tamaño, no es únicamente El barco del azar, sino también un espacio urbano convertido en su azar móvil, en su extraña fortuna de vivir. ¿Qué hay más allá del límite tangible, cómo se codifica el margen negro, oscuro y tenebroso en que el cuadro termina antes del marco?
En la aceleración de las partículas encontramos ese dinamismo, ese haber pasado por delante del barco del azar, de una ciudad de pronto celular, como a bordo de un bólido interior que no contempla tanto el movimiento como su quietud diseminada.
Hay algo de fábula infantil en la propuesta pictórica, y también poética, de Manuel Garcés, una especie de revisión adulta de la mirada primeriza que el autor guarda todavía dentro de sí, en una especie de contemplación mítica de los elementos que, conociendo ya el dolor de vivir, no se desprende aún de su mejor pureza.
Así, empezando por esa suerte de columpio suburbial en la que un poste hace de balancín cuando se inclina al modo de una pértiga en el césped -junto a ese muro tosco, inacabado, que pudo ser el principio de una construcción hoy olvidada, o también el resto tembloroso quizá de una fachada, donde también pudo erguirse alguna casa-, con el tronco desnudo haciendo de custodio tenebroso y la ciudad tendida, relajada, colorista y menuda, hasta el murete gris de la tormenta, pasando por el rastro azulado y verdoso de una obra infinita bajo una tarde acuosa o esa acumulación de cajas o de electrodomésticos ahora desechados, en un vertedero al aire libre, con una suerte extraña de alegría naranja sobre una pared alta, todo es el escenario de una desilusión.
Incluso en la casa azul, erigida en medio de la noche, como un bloque de pisos orientado al aire misterioso y curvado de su cielo cobáltico, muestra la presencia agazapada de una tenue amenaza tras su agotamiento. A diferencia de otras propuestas recientes y más o menos ruidosas, la pintura de Manuel Garcés es una apuesta directa por una significación que no se toma demasiado en serio a sí misma y, precisamente por eso, resulta turbadora en su primer nivel de contemplación, pero también más tarde.
Como Antonio Castilla, vigilante del tiempo, Manuel Garcés poetiza lo inefable. La promesa futura de cualquier esplendor es un coche aislado en un solar; no aparcado, ni siquiera, tampoco, abandonado, sino aislado a merced de las olas ocultas en la marea siniestra y pendular del olvido común.
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