Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Cambio de sentido
Lo que fascina de la serie británica Black Mirror es que sus historias de ciencia ficción suceden en un futuro tan inmediato que pareciera estar hecha en tiempo real, o incluso que su distopía estuviera a punto de caducar. En estos días hemos conocido que Rusia ha fabricado unos robots de apariencia humana hiperrealista. El primero que han parido se llama Alexei, tiene los ojos azules y no parece muy contento. Para finales de este año está previsto que produzcan humanoides en masa para cubrir puestos de conserjes y consultores en la administración rusa. Afirmar que se trata del primer humanoide sería ignorar una de las mayores ambiciones (pesadillescas) del género humano. El arte, la literatura, el cine, también la ciencia y la tecnología, llevan siglos abordando la idea de engendrar algo a imagen y semejanza de un humano vivo. Esta noticia me lleva a volver a hojear las páginas de Cristo, autómata sagrado de Fernando Rodríguez de la Flor, uno de los más grandes conocedores del barroco español, en el que analiza la vera efigie, el simulacro de la vivificación en cristos articulados que descienden de la cruz o echan la bendición. El hiperrealismo que pretenden estos rusos en sus robots ya estaba en la mímesis de la anatomía forense que hacían los imagineros en búsqueda del más radical de los verismos.
En estos robots funcionales se replica la misma fantasía que en los viejos autómatas y cristos articulados: el antropomorfismo y la automoción como maneras -demasiado toscas- de pretender imitar la vida humana. Cuando, de aquí a poco, podamos consentirnos nuestro autómata personal a un módico precio, sacarlo de su caja y admirar su melancolía rusa -que espero venga de fábrica- nos seguirá atrayendo la misma inquietud que el ser humano ha sentido a lo largo de la historia ante todo lo que toma forma humana. No es lo mismo tener un roomba rondando por la casa que un autómata que te mira con sus ojos muertos mientras pasa la escoba y te recuerda la hora de la pastilla. Sentiremos tanta insatisfacción al comprobar que Alexei es predecible, como temor a que un día deje de serlo. Nos da miedo él, vaya a volverse un estúpido humano, y nos damos miedo a nosotros mismos, vayamos a acabar como autómatas listillos (la imperante falta de humanidad no deja sitio a la esperanza). El día, no muy lejano, que deje de sobrecogernos la sensual y maternal voz de Siri o la mirada -otra vez triste- de Alexei, todo estará perdido.
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