El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
La tribuna
DURANTE siglos, fue Grecia la que rescató a ese difuso espacio, no sé si geográfico o económico, que denominamos Mundo Occidental de las penumbras de la ignorancia. Los griegos nos mostraron el camino al otro lado del caos, hacia el futuro, que es este presente. No sé si entonces lo habrían llamado futuro de conocer el resultado. Los griegos, los padres de estos griegos que ahora se encuentran los bancos cerrados, nos enseñaron que el cerebro puede ser la parte fundamental de nuestro cuerpo. No es solo para que crezca el pelo, nos dijeron y lo demostraron, ya lo creo que sí. Nos enseñaron a pensar, a meditar, a reflexionar. Muchas de sus enseñanzas fueron fundamentales en la construcción de eso, no sé si conceptual o material, que denominamos civilización. Durante muchos siglos, Grecia fue la civilización en sí misma, la perfecta definición de sus propias enseñanzas. Sus ciudadanos, mientras el resto proseguíamos a estacazos y a gruñidos, se reunían en el ágora para hablar y articular lo que comenzaron a entender como una sociedad, tal cual. Crearon la Democracia, sí, muy parecida a la que ahora disfrutamos, y ya han pasado unos cuantos miles de años. Busque en el retrovisor de la Historia, hacia la parte superior izquierda, ahí puede encontrar esto que le cuento. Como los grandes imperios y civilizaciones, Grecia también ha padecido su descenso a los infiernos, el fin de una época, un punto y aparte, campana y se acabó. No creo que Homero, Sócrates y Platón pudieran imaginar, a pesar de sus privilegiados cerebros, que el gran ocaso, el cisma, llegara en el Siglo XXI, ahora, ya.
El pasado domingo, 28 de junio, miles de gays y lesbianas de Grecia se concentraron en Atenas, frente a su Parlamento, para demandar sus derechos y exhibir con orgullo, como marca el día, su condición. Tal y como sucedió en miles de ciudades del mundo, también en Berlín. Berlín-Atenas, Alemania-Grecia, unidas por la bandera del arco iris. Alemania vivió y sufrió su propio abismo no hace tanto, no han pasado siglos, apenas unas decenas de años. Primero tras la conclusión del nazismo, y unas décadas después cuando las excavadoras acabaron con el Muro de Berlín. Y en ambas ocasiones, el motor alemán se puso a trabajar para recuperar todo lo perdido o asimilado, sí, pero también, en ambas ocasiones, recibieron la ayuda internacional para poder restablecerse. No defraudaron a sus generosos amigos, es cierto, pero tampoco sus generosos amigos les apretaron el cuello cuando comenzaron a respirar. Tal vez, en esta vieja Europa nuestra que ya ha pasado por demasiadas operaciones de estética con tal de seguir manteniendo un rostro joven, sea Alemania el faro en la oscuridad que miles de años atrás fue Grecia. Faro en la oscuridad económica, financiera y especulativa, que parece ser la sabiduría de este triste oscuro tiempo que nos ha tocado vivir. Ahora los méritos se miden, y admiran, por las posesiones y las cuentas bancarias, ya sean en paraísos fiscales o no, eso es lo de menos, y aquello de la sabiduría, la cultura, la capacidad de reflexión, ha quedado como un romántico recuerdo del pasado que no interesa a casi nadie.
Celebraron el día del orgullo gay en Berlín y también en Atenas, unidas ambas capitales por una bandera con los colores del Arco Iris. Esa distancia minimizada por un puente de reivindicación se ha convertido en barrera infranqueable por los saldos en cuenta, las deudas sin pagar, la cabezonería de los negociadores y la intransigencia de los mercados. Y entre Berlín y Atenas quedan los millones de griegos que contemplan cómo su futuro se les escapa de las manos como si fueran boquerones recién capturados, presos de un juego marcado por unas cifras, obligaciones, imposiciones y sanciones que no entienden o que nadie les ha explicado de la manera más conveniente. Seguro que entre Berlín y Atenas, entre la sabiduría milenaria que una vez fue real y el pragmatismo insensible y frío del dinero existe un lugar de encuentro, un espacio neutro, un instante de lucidez. Un punto intermedio en el que las personas, y solamente las personas, sean las verdaderas protagonistas.
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