Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Postrimerías
Ha sido un placer comprobar cómo los libros de Julio Camba, después de un largo tiempo en el que sólo estaban disponibles en las librerías de viejo, volvieron más o menos hacia el cambio de milenio a publicarse como novedades, comentadas no sólo por los admiradores añosos -una cofradía de fieles que seguía manteniendo su devoción casi en secreto- sino también por lectores jóvenes que han sabido celebrar su indudable magisterio. Ya cuando murió, en 1962, Camba era un hombre de otra época que sobrevivía gracias al apoyo de unos pocos leales, alojado en la famosa habitación 383 del Hotel Palace de Madrid que fue su hogar durante los trece últimos años de su vida, convertida en indolente epílogo. El cronista de moda de las primeras décadas del siglo había sido un autor enormemente popular, pero en parte por su propia desidia había visto apagarse una estrella que en los años de esplendor brilló muy alto. Nunca se tomó su obra en serio, y todo lo más aspiró a ser considerado un buen periodista: "Desgraciadamente, en la literatura española no hay más que genios". De hecho, salvo un par de fallidos empeños narrativos y La casa de Lúculo, sufragada por Pedro Sáinz Rodríguez, no publicó libro que no fuera una recopilación de artículos, siempre finos, certeros y luminosos. Contemporáneo de la generación del 14 y amigo de sus más cualificados representantes, D'Ors, Pérez de Ayala u Ortega, que lo llamó "la más pura y elegante inteligencia de España", Camba aprendió de Azorín la difícil lección de la brevedad, y en la estela del levantino, que había desterrado de las redacciones la retórica amanerada del periodismo decimonónico, inventó un particularísimo género de crónica sobre el que cimentó fama y leyenda. Fruto de sus corresponsalías en capitales de medio mundo, los artículos de Camba mezclan las impresiones de viaje y el cultivo del humour, combinación novedosa y felicísima que convirtió su firma, predilecta del público, en una pieza disputada. Fue uno de los cronistas más leídos de la anteguerra, se mantuvo después diciendo lo mismo y no ha perdido actualidad en un tiempo tan distinto. Hable de lo que hable, cualquier página suya es una fiesta. Por encima de su proverbial humor, su gran virtud es el estilo, la prosa lúcida, amena y chispeante de esos miles de artículos que sedujeron a sus contemporáneos y siguen tan frescos como hace un siglo. Camba fue sobre todo eso, un estilo y una actitud, un modo desusado, escéptico y antiliterario de ejercer de escritor, muy alejado de la grandilocuencia, tan española. Una manera "sutil y rápida", como la calificó Azorín, que supo elevar la ligereza a la categoría de bella arte.
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