Rosa Colmenarejo Fernández

Comprender un jardín

LA tribuna

27 de agosto 2010 - 01:00

HEl parque Cruz Conde no nació como jardín, sino que ha llegado a serlo. Que con el tiempo se haya convertido en un lugar para soñar es lo que nos permite comprender que hablamos de un jardín en el sentido más filosófico del término. Es difícil concebir un jardín, comprender el genio del lugar del espacio que ocupa y trasponerlo a los usos y deseos de las personas que lo habitarán. De algún modo siempre es una condición a la que se llega, como por arte de magia, cuando las personas llegan a amar un lugar y se sienten en él como singulares, como individualidades únicas, como príncipes y princesas que pasean, respiran, descubren y desean. No crean que es gran cosa, así se sienten nuestras criaturas cuando observan el mundo desde lo más alto de un tobogán o de un árbol. Así de grandes nos hacen sentir los verdaderos jardines, por eso nos resistimos a que nos los arrebaten.

El filósofo italiano Massimo Venturi Ferriolo ha señalado la relación entre el término griego kepos, jardín, y el sexo femenino, unido a la metáfora de la tierra. El jardín es así entendido como útero de la naturaleza, un hueco, como primera morada del hombre en cuanto especie. El regazo es todo, decía Rilke en las Elegías del Duino. El jardín se convierte de esta manera en lugar en el que llegamos a ser. Heidegger se ocupó también de revelar la relación lingüística entre "ser" y "habitar", palabras que en alemán tienen una raíz común: Ser hombre significa estar en la tierra como mortal, significa habitar… el hombre es en la medida que habita.

El parque Cruz Conde ha nacido como jardín según han crecido sus árboles, según se han desdibujado sus caminos, según han sobrevivido sus arbustos. Su pulsión natural ha permitido que varias generaciones hayan crecido a su sombra, hayan descubierto el amor por sus rincones, también la autonomía, la capacidad de decisión, la voluntad de elegir un camino o un atajo, una vía ancha o una trocha empinada. Es una caja de sorpresas que contiene lo que los ramplones "espacios verdes" no pueden siquiera atisbar: la flor inesperada, la sombra tenue o densa, las estaciones, los ciclos, los charcos, los hormigueros, los pájaros… todo cambia constantemente para que así la vida permanezca. Un jardín nos muestra la vida real, la vida que mancha y emociona.

Un espacio verde pavimentado y resuelto con grueso tiralíneas que fragmenta y resuelve por usos, acota experiencias, compacta y asfixia lo que de "natural" aún podríamos encontrar en el corazón de una ciudad no es un jardín. La realidad de un jardín, su razón de ser, procede de una idea. Una idea que es fruto del deseo de concebir lo natural como objeto estético: la presencia de lo ideal en lo real. Un jardín aspira a ser arte, y no mímesis, en el que la vida pueda gozar de sí misma en el momento de su vivirse. Comprender desde esta perspectiva un jardín nos permite comprender por qué nos aferramos a la idea de la tierra, a la idea de los árboles, al susurro de las fuentes, a las sombras que nos cobijan, a los rayos de sol, a las nubes o las piedras que nos hacen soñar, a la soledad o al silencio.

Cuando se resuelve que es necesaria una reforma ha de comprenderse también la necesidad de ser extremadamente sensible a estas voces que reclaman todo aquello que define el parque en tanto que jardín. No son voces de la "masa" pues como explica María Zambrano en "Persona y democracia" el hombre-masa orteguiano es aquel que vive de los resultados de los productos, cuyo proceso de creación le es desconocido y lo que es más grave, indiferente. No parece ser el caso de una ciudadanía exigente que mantiene una tensión vital constante con su entorno con el único fin de mantener su condición de personas sociales. Si vivimos una crisis del paisaje y del jardín esta es en tanto que paisajes y jardines no permiten a las personas encontrar en su derredor naturaleza en la que reconocerse. Podríamos aplicar esto a la también necesaria "reforma" de los jardines del Alcázar, pero esa es otra historia que merece una reflexión específica. Sencillamente, deseamos el parque sin grandes transformaciones que lo banalicen, que le arrebaten el alma. Es un jardín, un regazo: convertido en belleza, lo útil deviene manifestación de lo infinito.

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