Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Su propio afán
Cuando era mi novia la que ahora es mi mujer y me llamaba a veces por teléfono, el corazón me daba un vuelco. Ahora cuando me llama a menudo la que es mi mujer y entonces mi novia, el corazón me da otro vuelco. Pero para el otro lado. Pasan por mi mente –a la velocidad esa que dicen lo de la película final y el túnel blanco– un pinchazo del coche, una notificación de Hacienda, un percance en el colegio de los niños o una avería de la caldera. Generalmente acierto. Si sólo es para informarme de que no puede venir a comer, me doy con un canto en los dientes.
También cuando hablamos en casa ha cambiado la cosa. Hace un rato hemos estado buscándole los tres pies al gasto, que tenemos las cuentas tiritando, y comparando su saldo con el mío. Ahora escribo este artículo mientras ella me espera (im)pacientemente preguntándome si acabo ya o no. Tiene –eso sí– el último gesto de aguardarme para irnos a la cama (¡a dormir, a dormir!) juntos.
Como los lectores me conocen, no esperarán ningún giro romántico de última hora que le coloque la guinda dulzona de un happy end ni al día ni al artículo. Primero, por respeto al realismo. Segundo, porque no le hace falta. Tercero, porque no me gustan las guindas. El corazón a mil pensando en el desembarco del IRPF en nuestras cuentas vacías ya es suficiente emoción conyugal para mí.
Bien estuvo el tiempo del lirismo, ahora toca la épica –más heroica cuanto más cotidiana– y la celebro y disfruto en cierto modo. También tiene sus encantos, sus emociones sin duda, e incluso sus soledades sobrevenidas. Ya no le puedo contar más mis angustias con los retrasos del libro que estoy escribiendo, porque se las he detallado seis o siete veces y podría empezar a resultarle repetitivo. O sea, que rumio lo mío, qué remedio, como si fuese un soltero bohemio en su húmeda buhardilla.
A diferencia de mí, mi conciencia no calla y ahora, de golpe, me amonesta: “Escribiendo artículos así vas a desanimar a los pocos que aún se atreven a casarse”. Por una vez me encaro con mi conciencia: “Y qué, eh”. Yo ya hice bastante con animar a mi mujer a casarse y encima conmigo. A la gente joven la tiene que animar su propio amor, que querrá ser para siempre y contra todo, como suele. Los artículos de autoayuda para los demás están de más y son imposibles. Si visto desde fuera el matrimonio no resulta muy atractivo, qué más da. Es para verlo por dentro y entre dos. Y así, sí.
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