Salvador Gutiérrez Solís

Cultura gratuita

La tribuna

24 de noviembre 2014 - 08:42

RECUERDO, aunque ya ha llovido lo suyo sigo sintiéndolo como reciente, mi nerviosismo hasta entrar en Fuentes Guerra para comprobar si el disco que llevaba esperando dos meses había llegado, por fin, al fin. El bueno de Toni, que me conocía de años y gustos, con un gesto confirmaba o cercenaba mis expectativas. Recuerdo bien los nervios del trayecto, la ansiedad por conseguir ese nuevo vinilo de Joy Division, 091, Siouxsie and the Banshees, Gabinete Caligari, Parálisis Permanente, Radio Futura o Los Coyotes de Víctor Abundancia. De cuando en cuando, un lujo demasiado caro por aquel entonces, un capricho, me compraba un disco de "importación", que eso ya era la suma felicidad transformada en vinilo. Recuerdo, así a bote pronto, el Boys don't cry de los Cure, varios maxisingles de Bauhaus, o el Black Album de Prince, aquella excentricidad del genio de Minneapolis. Y no ha pasado tanto tiempo, no. Con suerte y confianza, mucha confianza, podías tener un amigo que te grababa sus discos en aquellas basf que enrollábamos con los bolis bic cuando se liaban. Pero no era lo mismo, claro que no, la calidad del sonido era infinitamente peor. Qué sensación: dejar caer, con sumo cuidado, la aguja en el surco, esa banda sonora de huevos friéndose en los espacios en blanco, el esmero en la limpieza, las fundas de plástico. No era aburrimiento, metodismo o manía, cuidaba mis discos con tal disciplina por una simple y elemental razón: si quería disfrutar de aquellas canciones tenía que cuidar y proteger el objeto que las contenía, si no quería volver a pasarme varias horas o días escuchando la radio para poder hacerlo de nuevo.

Este cuidado, esta dedicación, en dinero y en tiempo, por las canciones, la podía extrapolar, en cierto modo, a los libros o al cine. Me resultó bastante complicado conseguir mis primeros títulos de Bukowski o de Kerouac, o ver en una pantalla las películas de Bertolucci, Wenders, Waters o de Lars Von Trier -antes de que se le fuera la cabeza-. Una anécdota: Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar, duró dos días en cartelera en El Palacio del Cine y estoy completamente seguro que se llegó a estrenar en Córdoba porque los propietarios del cine creyeron que se trataba de una peli porno, S entonces, tal y como se lo creyeron los cuatro "espectadores" que me acompañaban en la sala, y que abandonaron transcurridos unos minutos de proyección. Anécdotas aparte, hubo un tiempo en el que acceder a la cultura resultaba complicado, tedioso incluso, y no estaba al alcance de todos los bolsillos. Ojalá no volvamos nunca a ese tiempo. La oferta era muy reducida, rebuscada en muchos casos, y cara, bastante cara. Tal vez por ese motivo, por su dificultad, amaba la cultura, me emocionaba cuando, por fin, podía estar a mi alcance, contaba las horas hasta poder disfrutarla. En muy poco tiempo, casi sin darnos cuenta, tras unos años de walkman -devorapilas-, pasamos a la proliferación de los soportes, gracias a los avances informáticos, y no tardaron en llegar las descargas, ilegales su inmensa mayoría. De hecho, han llegado a ser tan familiares entre nosotros que ya existe toda una generación que ha accedido a multitud de manifestaciones culturales con tan solo teclear lo apetecido en una ventanita y pulsar un botón.

Nos volvimos locos, y como Diógenes 2.0, engordamos nuestros discos duros con canciones, libros y películas que no tendremos tiempo, material, de disfrutar a lo largo de nuestra vida. Porque la facilidad para acceder a la cultura, lejos de convertirse en un paraíso, se ha convertido en una auténtica trasgresión, en un atropello al sentido común, y en el infierno de miles de creadores y trabajadores de todo tipo, relacionados con las industrias culturales. Y, sobre todo, comenzamos a menospreciar a la cultura, como menospreciamos todo aquello que no cuesta, ni en tiempo, esfuerzo o dinero. Regreso y me despido. No echo de menos aquel tiempo no tan lejano en el que acceder a la cultura era laborioso, lento y caro, pero tampoco bendigo, incluso maldigo, este tiempo de cultura denostada, almacenada como si se tratara basura, que no respeta las diferentes expresiones creativas como una forma de ganarse la vida, tan digna como otra cualquiera, y que no considera a la cultura como una auténtica industria que genera muchos más beneficios que aquellos que se pueden evaluar en una hoja de cálculo. Tampoco deja residuos tóxicos, no contamina.

A la memoria de Paco Cerezo

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