Tribuna de opinión
Juan Luis Selma
Todo, por un Niño que nos ha nacido
Gafas de cerca
Casi todas las disquisiciones o controversias se dirimen aquí entre el blanco y el negro. Esta radicalidad hace que, quitando cuatro extraños gatos, no hay político que dimita. Lo hicieron andaluces como Guerra o Pimentel, ambos ajenos a condenas judiciales; y vicepresidentes, valga el dato de rango. El clan siempre se acoraza, no le es propio decir: “Lo hice mal, me han pillado, pido disculpas, me voy y apechugo”. Qué va: entre la ética política española y la moral del samurai japonés hay una infinita gama de grises (y de marrones). Decía un cardenal de Milán, el turinés Martini, con un buen chorreón de franqueza, a falta de ginebra: “No entiendo cómo no se hace católico todo el mundo: cuentas tus pecados, te los perdonan, y en paz”. Y encima, se lo dices a uno sólo: uno obligado a guardar el secreto. Esta bicoca de la conciencia plástica puede que esté ancestralmente grabada en la nula voluntad de dimitir de los políticos españoles.
El asunto es de mayor calado: se aferran a los cargos por la más que probable razón de que pueden “tirar de la manta”. Rige una omertà entre hermanos de partido. Recordemos que la omertà, –silencio– se esgrime como “código de honor” de la mafia siciliana. El honor y el propio pescuezo son aquí hermanos de sangre, en sentido estricto. Alguien podrá ofenderse por que se compare a una trama de partido con la mafia, pero basta recordar que, en el caso Koldo que ahora nos alumbra, se trataba de comerciar con ilícita ganancia, y hasta bebés interpuestos en el correlativo blanqueo, con una mercadería escasa, urgente y vital: en plena pandemia y mortandad. Digno de la mafia. Indigno de la política. Salvo que creamos que se llega a la política para forrarse, cosa que, cíclicamente, perpetran conspicuos representantes electos en el poder (sobre todo, PP, PSOE y el catalanismo pujolista). Visionaria, Alaska: “Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré”.
A pesar del ímprobo trabajo de la Policía y la Justicia –nuestros bastiones más ciertos ante estos hechos–, es la llamada “clase política” la que ha generado unas prebendas como debidas por los cargos, una pequeña trama en la que los bomberos de todo color y sigla no se pisan las mangueras. Durante las treguas de prudencia que se dan las manos largas, somos un país en el que, por ejemplo, cualquier ministro o alto cargo aspira, como si fuera merecido por valía, a una embajada en una bonita ciudad, a regir una fundación señera o a asistir a ubérrimos consejos de administración. “Porque yo lo valgo”, decía el lema de L’Oreal hace más de 40 años. Y se creerá el premiado que lo vale. Sin duda lo cree.
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