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EN el principio sólo existía el nazareno, y sin necesidad de nadie más hizo la Semana Santa. No había pinchadores de cera, ni floristas, ni vestidores, ni músicos, ni costaleros, y la devoción a las imágenes comenzó a crecer hasta convertirse en una base sobre la que se cimentó la religiosidad popular de nuestro tiempo.
Ahora, sí, hay nazarenos, pero son los hermanos pobres de toda la estación de penitencia. Ellos pagan la papeleta de salida, se ponen donde les mandan, aguantan el calor de la tarde bajo el asfixiante presidio del cubrerrostro y el frío de la noche que asciende por sus pies descalzos, la mayoría no ven a sus titulares a lo largo de todo el recorrido, no se sientan en ningún momento del itinerario, ni comen, ni beben, ni fuman.
A los nazarenos también les duele la espalda en cada parón, y los hombros y los brazos de llevar los cirios. A algunos se les clava el capirote en la frente y no rechistan en ningún momento. Van en silencio; rezando, incluso. Y no dejan de ser un número en su hermandad. Pocos saben sus nombres.
Al nazareno no se le asegura su fidelidad a la hermandad con peroles y convivencias donde la cerveza y la comida abunda como en los jardines de Babilonia. El voto del nazareno en los cabildos de hermanos es casi siempre anónimo y personal, sin responder al impulso de ningún grupo de presión.
El nazareno es ahora, en definitiva, el costalero frustrado, el nostálgico de otros tiempos, una figura de atrezo que queda bien para hacer bulto entre paso y paso en unos momentos, como los nuestros, en que otras cosas son más importantes.
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