El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
La tribuna
HASTA un minuto antes, solo un minuto, lo prometo, tenía muy claro que no vería la semifinal entre el Bayern de Múnich y el Real Madrid. En el último instante, todavía no sé porqué, cambié de idea y pulsé el botoncito verde del mando a distancia. No quería ver el partido porque uno tiene ya el corazón, en su parte blanca, maltrecho de martillazos alemanes y otras obsesiones. Pensaba en la lluvia y en el fuego que con tanta insistencia manejaron los entrenadores, directivos y prensa deportiva en los días previos. Y pensaba en la lluvia y en el fuego como elementos perversos, llamas, inundaciones, tormentas, rayos, truenos. Me olvidé de su esencia, de su pureza. La lluvia como origen de la vida, el fuego y su grato calor. El vaso medio lleno, o eso dicen, que medio vacío parece más vacío, más nada. También había tenido un día fangoso, alocado, de un sitio para otro, con sus algunas malas noticias, que son esos días habituales que la mayoría de nosotros tenemos. Hay esos otros días con su porción de bondad, y con sus muchas malas noticias o continuas malas noticias, y aquí me quedo. Había algo de precaución, de terapia, acostumbrado durante los últimos años a un Madrid miedoso, quebradizo y sin personalidad. Por un segundo, pero fue el momento decisivo, recordé aquellos tiempos en los que una semifinal de la Champions, por sí sola, era ya la propia fiesta, la celebración, la garantía de las emociones. Éramos el Madrid, y a veces nos ganaban, pero salíamos al campo con la intención de ganar el partido. Bien porque jugábamos mejor que ellos, bien porque corríamos más que ellos. Siempre corríamos más que ellos.
Donde tu equipo es lo más venerado, aunque suene exagerado, pero es verdad, estoy en la ciudad de la pelota, la mentira se estira y la pelota es el sentimiento y es bueno encontrar alguno despierto, canta Calamaro en No tan Buenos Aires, canción incluida en ese álbum deslumbrante, irreductible y eterno que es Honestidad brutal. Sí, tiene mucho de sentimiento, de emoción, el fútbol, y comprendo a quien no lo comparta, incluso quien lo entienda como una exageración o una payasada. Es mi payasada. Cada cual encuentra o busca la emoción donde mejor entiende, o te llega, como un rayo, como una lluvia, como un incendio. Asocio el fútbol a la infancia, no deja de ser un juego, al niño escuálido que correteaba tras el balón en la Plaza de los Caballos o en los arenosos campos de los Salesianos, antes de que el albero se convirtiera en nuestro paraíso particular y el infierno de nuestras familias, por las manchas tatuadas que dejaba. Puede que la mía fuera una infancia sin épica, España no estaba para épicas, tampoco para demasiadas fiestas, escasas las alegrías, qué fea esa España, o que solo encontrara yo la épica en los relampagueos de Juanito, en los remates vulcanizados de Santillana, en la inmediatez enérgica de Stielike, en las palomitas de Miguel Ángel, en aquel Real Madrid de algodón raramente blanco, greñas, bigotes, y resurrecciones tras las más inverosímiles defunciones. Recuerdo esos partidos radiados por gargantas afónicas que berreaban metáforas añejas y comparaciones imposibles, esos resúmenes de dos minutos que tardaban en emitir varias horas. Imaginaba las imágenes, lentas y pesadas, vagando por esa Europa que nos era tan indómita y lejana.
Me he alegrado posteriormente, mucho, muchísimo, de no obedecerme y apretar el botoncito verde del mando a distancia. Me dura la afonía mientras escribo estas palabras, y seguramente también les dure a mis vecinos el enfado por soportar mis berridos y a mis hijos la risa por contemplar a su padre ejecutando la coreografía más desvencijada que nunca hayan visto. Sí, pero también me dura la emoción, aunque usted se ría y no lo comparta, es mi emoción, y de vez en cuando, o siempre que se pueda, es bueno, saludable, vivirla sin tapujos, sin frenos, dejándonos llevar, más allá de las cuerdas vocales, el ridículo y los comentarios posteriores. Escapar una vez de la casilla, no escribir con la precisión que nos exige la tabla, respirar más allá de lo previsto, gritar, llorar, reír, sin saber porqué, dar rienda suelta a las emociones, esféricas, triangulares o amarillas, eso es lo de menos. Lo de más, todo lo demás, eso que no podemos explicar.
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