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Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
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Casi tres décadas han pasado desde que apareció el primer libro de poemas de Juan Bonilla y nos parece que fue ayer, como suele decirse, cuando llegó la novedad a la librería en la que uno trabajaba por entonces, poco antes de mediados de los noventa, un tiempo ya remotísimo –lo reencontramos en las páginas reescritas de su primera novela– en el que todavía acudíamos a las clases de la Facultad y nos manejábamos, felizmente analógicos, sin móviles ni ordenadores. Justo acabábamos de conocerlo, por la rutilante época de sus “veinticinco años de éxitos”, y desde entonces no hemos dejado de leer sus sucesivas entregas en verso o prosa, recién recopiladas, las primeras, en un volumen escuetamente titulado Poemas del que ha hablado aquí el compañero Gonzalo Gragera. Releerlo es recordar, al hilo de todos estos años, muchos versos y acuñaciones memorables, siempre rebajados por el sostenido e implacable despliegue de la ironía, que a la vez que le sirve al poeta para tomar distancia de sí mismo –de la enojosa figura del Poeta con mayúsculas, o también, por supuesto, de todos esos soñadores profesionales que trafican con el sentimentalismo y encima nos perdonan la vida– mantiene a raya a los paladares exquisitos. Dejando ahora de lado su brillantez, justamente reconocida, la obra de Juan Bonilla es perfectamente fiel a la consigna, expresada en el poema así titulado, de que la poesía, lejos de ser un asunto de seres celestiales, como los llamó el autor de los Salmos al viento, se encuentra “en todas partes”. Pocos escritores hay tan devotos de la literatura que sean al mismo tiempo tan reacios a dejarse seducir por sus galas. Podríamos acaso decir que el joven iconoclasta –casi “treintagenario” de “una generación desencantada”, como se decía en Partes de guerra– se ha convertido en un sabio escéptico, definitivamente arraigado tras deambular por medio mundo, pero en realidad, dejando al margen, claro, las injurias de la edad, una cosa no quita la otra, y así podemos leer, al frente de esta Poesía reunida, no una invocación a los altos nombres del canon, sino una estrofa de la maravillosa Estrella errante que cantaba Lee Marvin. Y a continuación, en el Aviso que abre la recopilación: “Yo escribo poesía traducida /Los originales, / compuestos en alguna lengua muerta / hecha de sensaciones y ansiedades, / de puro amor arrebatado, / de lecturas a la sombra de un naranjo / y unas gotas de sabia luz antigua / de mediodía celebrando la existencia / después de otra noche de insomnio, / eran obras maestras, os lo juro”. Ojalá estos versos liminares sean el primer vagido de un futuro gran poema que auguramos espléndido.
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