La colmena
Magdalena Trillo
Noah
Confabulario
Para celebrar la Constitución –cuarenta y cinco años ya, a pesar de sus plurales enemigos, hoy en comandita–, el Gobierno ha mandado un propio a Ginebra para reunirse con don Carles Puigdemont, golpista de progreso, y un “verificador” salvadoreño. El asunto es que de este concilio a oscuras saldrá el futuro inmediato de cuarenta y ocho millones de españoles. Futuro que pasa por hostigar a la justicia, premiar la deslealtad y santificar el golpismo. Y todo, como es costumbre, en moneda contante, pagadera por aquellos españoles que no tienen la suerte de ser xenófobos ni el coraje de ser antidemócratas. Un futuro progresista, para entendernos.
El Gobierno, como es lógico, mantiene que la reunión es cosa del PSOE, lo cual no deja de ser un pobre disfraz (“y el coñac en las botellas se disfrazó de noviembre”, cantaba Lorca), hilvanado sin el menor entusiasmo. A la gravedad del hecho, sin embargo, se une un matiz, no muy subrayado, pero que induce a la consternación: el secreto de una de sus partes. Decía don Francisco Tomás y Valiente, antes de que lo asesinara eso que don Arnaldo Otegi, socio preferente del Gobierno, llama su “pasado”, pero que los demás llamamos ETA; decía don Francisco, repito, en su Introducción a De los delitos y las penas de Cesare Beccaria, que una de las novedades y garantías del derecho moderno era la publicidad, tanto de la acusación como del juicio. Antes de Beccaria, “El proceso penal era inquisitorial, esto es, secreto, con clara desigualdad entre las partes, en perjuicio del presunto delincuente”. En el proceso ginebrino, instigado por el Gobierno, el presunto delincuente es el propio Estado de Derecho, mientras que don Carles Puigdemont ejerce de gran inquisidor y el señor salvadoreño actúa como familiar del Santo Oficio; esto es, de acusador secreto, junto con el señor Cerdán.
Quiere decirse que, a la impunidad que se le ofrece al señor Puigdemont, todavía prófugo de la justicia, se le une su nueva y deslumbrante facultad acusatoria, así como la indefensión de la democracia española, expuesta ante este tribunal extemporáneo y arcaico, del que ni siquiera se conoce la naturaleza de sus atribuciones. Servet, quemado en una hoguera de Ginebra por instigación de Calvino, solo pedía una cosa a sus captores: “Justicia, justicia, justicia”. Parece que en esta ocasión tampoco la habrá para nosotros. Incluso si don Carles Puigdemont, inquisidor benévolo, de magno y superior arbitrio, nos concede su gracia.
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