Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Cambio de sentido
Anoche, algo estaban contando por la radio sobre la Lotería cuando, de súbito, me entró por el cuerpo -es decir, no sólo se me vino a la cabeza- la memoria de un sonido: la voz de un locutor desgañitándose al grito de "¡Gooooool! ¡Gol de Señor!". De pronto, mi noche se hizo día; 2018 se convirtió en la mañana gélida del 22 de diciembre de 1983, y Triana en mi pueblo. Como dijo el poeta, yo estudiaba segundo de jazmines. Camino de la escuela, por las emisoras de los bares, la cantinela de los niños de San Ildefonso se mezclaba con el canto del gol. Era un día de suerte: el Señor (Jesucristo, claro) había marcado un gol, a alguien le iba a tocar la lotería, nos daban vacaciones y el mixtolobo de mi padre, que andaba siempre suelto por la calle, se coló en la clase y aquello fue una algarabía. Hay una máquina del tiempo dentro de los sonidos, el olor, el sabor, las caricias. Todas las magdalenas son de Marcel Proust.
Estas fiestas que se avecinan son una bomba entrañable -literalmente-, un arsenal de memoria inflamable que a menudo nos estalla en las manos. A flor de piel, las sensaciones reactivan las emociones y los recuerdos, a la par que se intensifican, casi por obligación, vínculos hondos y a veces dañados de forma irreparable. Los sentimientos contenidos suelen reventar en un campo cerrado -el familiar-, a menudo minado y sin apenas escapatoria. En Navidad, siente a un tedax a su mesa. Los publicistas bien saben que estos días se sobrecargan de sentimientos encontrados a la par que bajamos la guardia, y los usan para hacer caja. Saben que de la culpa, la nostalgia, la bonhomía momentánea, la ilusión o la alegría pueden fabricarse parches a precios sin competencia.
En estos días me pregunto por nuestra educación emocional (una de veras, no los sucedáneos consumibles de autoayuda ni las etiquetas falsarias tan de moda). Ocupamos gran parte la vida en desarrollar habilidades intelectuales. Sin embargo, apenas nos enseñan a llorar, a aceptar, a abrazar, a dejar ir, a abrirnos, a decir cómo nos sentimos, a escuchar cómo se sienten los demás, a poner límites, a reírnos de nosotros mismos, a ser débiles, a recordar, a decepcionarnos, a caernos, a ponernos en pie. Supongo que no conviene, seríamos menos manipulables. (Y las cenas de Navidad, eso sí, infinitamente más aburridas). Les dejo, que se me echa encima esta fría mañana de 1983, que aún tenemos al chucho ladrando por la clase, y ya mismo es la hora del recreo. "¡Gooooool! ¡Gol de Señor!".
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