Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Brindis al sol
Ya todas las guerras parecen cercanas. La televisión y la prensa las colocan en la puerta de las casas, pero no por ello se comprende mejor la causa del estallido de esos ríos de sangre. Es un gran enigma que unas personas que el día anterior compartían el sol en una misma calle, o tomaban una copa en la misma taberna, pasadas apenas unas horas, puedan matarse entre sí, víctimas de un odio ciego. Sucede en estos días, sucedió en la vieja Yugoslavia, incluso en aquella España de 18 de julio de 1936. Vecinos que se saludaban por las escaleras con normalidad, se buscaron a las pocas horas para dispararse con furor animal. ¿Qué había cambiado? En todas esas ocasiones, y en muchas más, un odio, más mortífero que la peor epidemia, se había extendido sin freno y sin ninguna nueva justificación. Más tarde, se publican libros explicando lo sucedido, numerando las batallas y contando los muertos. Pero continúa sin saberse por qué un odio que quizás podía estar ahí, durmiente, cobra ese poder repentino que empuja a vecinos, que se soportaban civilizadamente ayer, a matarse hoy. Hay, pues, muchos libros que describen los hechos y que hurgan en las causas históricas de todas esas mortandades. Pero muy pocos que indaguen en ese origen, innato, instintivo, oscuro, capaz de movilizar tanta agresividad. Entre estos últimos, dos de ellos son muy recomendables, a pesar de su antigüedad: La rebelión de las masas (1930) de Ortega y Gasset y Masa y poder (1960) de Elías Canetti. El primero ya planteó una teoría que obtuvo gran acogida en unos años en los que el fascismo iniciaba su terrible andadura; el segundo completaba y enriquecía la interpretación de Ortega, con otras lecturas y, sobre todo, con las experiencias proporcionadas por el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Pero si aquellos hechos históricos concretos pudieron ayudar a concebir aquellas teorías, el contenido explicativo de las mismas se mantiene igualmente válido para analizar los conflictos de hoy. La tesis de partida es sencilla: inculcar el odio de unos contra otros es tarea fácil porque hay mucha gente –las masas– en las que anida el deseo de ser movilizadas contra algo: incluido el matar. Ese instinto a través del tiempo perfora las conciencias, aletarga la generosidad y alienta el deseo de destrucción. Pero, además –y este fue el gran descubrimiento de Canetti–, ese afán de aniquilación lo fomentan aquellos que han aprendido a manipular el odio de esas pobres masas, para ponerlas al servicio de sus intereses, recubriéndolos de tramposos ideales.
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