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En tránsito
Casi nadie en España había oído hablar del ganador del último premio Nobel de Literatura, el escritor africano Abdulrazak Gurnah, al que las informaciones definen como tanzano aunque eso no es del todo cierto. Para ser exactos, habría que decir que Gurnah es apátrida, porque huyó muy joven de su isla natal, Zanzíbar, tras una revuelta que expulsó a la población árabe -a la que él pertenecía- y llegó a Inglaterra como refugiado político. El caso es que prácticamente nadie conocía a Gurnah en España, a pesar de que dos heroicas editoriales minoritarias -El Aleph y Poliedro- lo habían traducido hace una veintena de años sin ningún éxito. Las dos editoriales, por cierto, desaparecieron del mapa.
No he leído a Gurnah -nadie lo ha leído entre nosotros- y no tengo ni idea de si es un buen escritor o no, pero podemos albergar la sospecha de que le han dado el Premio Nobel porque su perfil de escritor africano muy crítico con el colonialismo encaja en las reivindicaciones del movimiento Black Lives Matter, tan de moda estos años. En el mundo de Instagram y Twitter, donde todo el mundo se dedica a exhibir su activismo moral y sus falsos gestos de virtud autosatisfecha, la tentación de convertir al escritor en un simple monigote al servicio de las buenas causas es demasiado grande como para que no haya influido en el comité del Nobel. El Nobel nos ha descubierto a grandes escritores que vivían casi en el anonimato: Milosz, Canetti, Joseph Brodsky, Derek Walcott, la enorme Szymborska, Alice Munro, Svetlana Aléxievich, Louise Glück… Sólo por esos escritores -y otros que me dejo- vale la pena el Nobel de Literatura. Pero al mismo tiempo, en un mundo en el que todos queremos ser escritores y publicar un libro -y en el que cada vez es más difícil encontrar buenos lectores-, yo propondría cambiar las normas del Nobel de Literatura y concedérselo no a un escritor sino a un buen lector. A un lector -o lectora, claro- insobornable, curioso, testarudo. A un lector que no se dejara influenciar por prestigios literarios ni críticas ni fajas publicitarias. A un lector/a que fuera capaz de detectar la palabrería, las falacias conceptuales o la inverosimilitud de los personajes. Créanme, en estos tiempos de griterío ideológico, el verdadero milagro es el buen lector. Él (o ella) es quien merece ganar el Premio Nobel de Literatura.
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