La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
El frío de fuera
la tribuna
PUEDO recordarlo como si hubiera sucedido hoy mismo. Una primavera semejante, en temperatura y fechas. Con mucho cuidado, para no ser descubierto, ayudándome de una silla y de cuatro gruesos volúmenes de una enciclopedia verde y acartonada, me encaramé hasta el altillo del armario empotrado. En otra ocasión abordaremos esos maravillosos armarios empotrados de antaño que contaban con la capacidad, y casi el milagro, de multiplicar misteriosamente su capacidad, ya que dentro de ellos convivían los más extraños artilugios, amén de todas las ropas y utensilios de temporada, los trajecitos de Primera Comunión, tres abrigos del abuelo que nunca jamás nadie quiso colocarse -porque atufaban a naftalina una cosa mala-, zapatos de todos los números y estilos con las suelas maltrechas -para cuando vayamos al campo, decíamos-, etc, etc. Continúo. En equilibrio, de puntillas sobre esa enciclopedia que ignoraba al Che Guevara o a Rafael Alberti -por puro despiste, claro-, y ayudándome de una regla de madera para el último y definitivo movimiento de aproximación, al fin pude tener la caja de zapatos entre mis manos. No me habían engañado, la leyenda se tornó realidad: miles de diminutos y casi invisibles gusanitos negros serpenteaban sobre el cartón a la caza de un nuevo bocado tras haber acabado con los huevos que los habían cobijado durante casi un año. Hasta ese mismo instante, yo creía que el ciclo vital de los gusanos de seda transcurría tal y como me había contado mi madre. O sea, ya nacían un poquito criados -y hambrunos-, y una vez transformados en mariposas desaparecían como por arte de magia. Se han ido volando, me decía. Y no, pude descubrir con mis propios ojos, y gracias al escondrijo del altillo del armario empotrado, que los gusanos de seda también contaban con una tierna infancia.
Obviamente, tuve que regalar una buena parte de aquellos diminutos gusanos a los amigos del barrio, primos y vecinos, que me habría costado horrores alimentar y mucho más cobijar. Y como bebés, necesitaban cuidados similares, había que buscarles las hojas más tiernas y pequeñas, los brotes, de la morera. Junto al colegio del Carmen había unas moreras estupendas, frondosas, aunque esquilmadas sus ramas por otros chavales como yo. Por suerte, esta primera fase duraba muy poco, apenas una semana, los gusanos crecían a toda velocidad, y las alimenticias hojas las podía conseguir mucho más cerca, por San Agustín, en la entrada de alguna frutería en la calle Dormitorio o en la Corredera, bajo los arcos de entrada al mercado. Por un duro te hacías con una bolsa de grandes proporciones que mantenías en la nevera, para enfado de tu madre. En la época más glotona de los gusanos, en la adulta, me encantaba rellenar con hojas de morera la caja de cartón en la que habitaban, enterrarlos sobre su propio alimento, para horas después comprobar que lo habían devorado prácticamente todo. Me fascinaba contemplar la precisión de los bichitos apurando el último milímetro de verde hoja hasta alcanzar el pequeño tallito que les era imposible digerir. Pasado más o menos un mes desde su salida de los huevos, preparados para iniciar su nueva etapa, los gusanos comenzaban en una esquina de la caja a fabricar su capullo. Entonces lo vivía como un momento voltaico, tristemente vibrante, la aventura de mis gusanos se encaminaba inexorablemente hacia el final.
Con aspectos más que similares, ejército de clonados gusanos tragones, a pesar de alimentarse exactamente de lo mismo, me fascinaba la gran variedad de tonalidades de sus capullos. Naranjas, amarillos, blanquecinos… He de decir que en alguna ocasión la curiosidad pudo con mi conciencia y abrí uno de aquellos capullos, que escondían uno de los seres más horrendos que he contemplado en mi vida. Siguiendo su trayecto natural, una semana después aparecía una mariposa que no tardaba en expulsar centenares de minúsculos huevecitos. Y hasta el año que viene. Ahora que recuerdo todo esto, tengo la impresión de que los gusanos de seda fueron los primeros tamagotchis de miles de niños, y hasta caben entenderse como una especie de videoconsolas muy arcaicas y vivas, aunque con intencionalidades muy semejantes: mantener con vida a tu mascota a costa de una dedicación casi exclusiva. Tal vez con el punto de mira desenfocado, con la cabeza en otras cosas, no necesariamente más importantes, no he vuelto a ver los gusanos de seda desde hace años, no sé si siguen vendiendo las hojas de la morera en las entradas de los mercados. Pero con la llegada de cada nueva primavera yo los sigo recordando, sobre todo cuando camino por una acera en la que se escurren las moras antes de tatuar el cemento. Tal vez sólo fuera un juego de niños, aunque también cabe la posibilidad de que fuera la primera definición que aprendí de lo que conocemos como vida.
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