Brindis al sol
Alberto González Troyano
Retorno de Páramo
Reloj de sol
HARUKI Murakami regentaba un bar en Kioto. Era un jazz-bar, un poco jazz-café, como el de Córdoba, en esa esquina limpia de la Espartería hacia La Corredera, con sus conciertos semanales y su niebla nocturna a través de la barra. Murakami había ido a la universidad, y ya sabía que le gustaba escribir. Sin embargo, también le gustaba mucho la música, y montar su propio bar fue quizá su primera obra creativa. Allí empeñó los años de su incipiente juventud, como sólo se hace en un local de copas por la noche, a base de quedarse recogiendo hasta las tres de la madrugada, levantándose luego al mediodía y volviendo a empezar a media tarde. El bar iba tan bien que ya se empezó a plantear Murakami abrir otro segundo, o se lo habían sugerido, cuando de pronto la vida de empresario nocturno y mecenas de grupos emergentes de jazz se le fue volviendo cuesta arriba, o mejor noche arriba, más camino del alba que del escenario de su bar. Fue entonces cuando Murakami, que todavía era un hombre joven, decidió dejar el bar. No contratar un encargado, con el ojo del amo engordando el caballo en la distancia cómoda, sino dejarlo, desentenderse por completo de él, para empezar a escribir una novela. Fue entonces cuando dejó de fumar, se mudó del centro a las afueras para estar más cerca del campo, y también cuando comenzó a correr largas distancias y a escribir.
"Escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico (…) Tal vez piensen que, con tal de tener la fuerza suficiente para poder levantar la taza del café, se pueden escribir novelas. Pero, si probaran de veras a hacerlo, estoy seguro de que enseguida me comprenderían y se darían cuenta de que escribir novelas no es un trabajo tan apacible (…). Aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. La que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas, envueltos en el ropaje de nuestras historias, pensamos con todo el cuerpo".
Se vive con el cuerpo, se escribe como el cuerpo. En Murakami hay mucho de Hemingway, por esa acción directa del lenguaje, y también de Fitzgerald, por la sensualidad de las palabras, por su porosidad. De hecho, quizá sólo en París era una fiesta puede rastrearse una forma tan fina y tan exacta de definir el oficio de novelista; también en The Crack-Up: no obstante, Murakami ha sido traductor al japonés de Fitzgerald. Ahora Murakami sigue haciendo maratones y escribiendo novelas, muy buenas por cierto. De qué hablo cuando hablo de correr es la mejor definición del cuerpo convertido en escritura.
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