Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
En tiempos como los actuales, en los que la política se ha llenado de mediocres, arribistas y expertos en hacer carrera y medrar desde su más tierna mocedad, conocer a un político como Andrés Ocaña no es algo habitual. Dar de bruces con un hombre que tenía por credo la integridad, la fidelidad a las ideas hasta el último momento y la lealtad a quienes le rodeaban más allá de lo que hubieran hecho, no es en absoluto normal. Vivimos tiempos en los que quienes ocupan cargos políticos se mueven al son de lo que marca el viento y eso es algo que no iba con el carácter del exalcalde de Córdoba.
Recuerdo conocer a Andrés cuando aún no ejercía de director de el Día; recuerdo una reunión en su despacho para hablar de la Ciudad Mercedes como tema especial para el lanzamiento del rediseño de este periódico. Fue en aquella época en la que era el perfecto edecán de Rosa Aguilar. El hombre que ejercía de apagafuegos y constructor de puentes de todo aquello que no iba bien en el Consistorio. En ese papel de secundario de lujo tuvimos múltiples conversaciones, alguna que otra negociación y más de una, de dos y de cien peleas. Andrés siempre defendía lo que habían hecho los suyos por más que después te comentara, ya en la confesión con la música de fondo en el Jazz Café, que no estaba de acuerdo con tal o cual asunto. Pero eso era ya off the record y on the rocks. En los momentos en los que uno se paraba a escuchar y aprender de un hombre que veía la política como servicio público, un hombre al que no le gustaban los protagonismos ni las corbatas y con el que era un placer conversar durante aquellas madrugadas.
El paso del tiempo acabó distanciando los caminos. La lealtad de Andrés hacia su ciudad le llevó a heredar el sillón que le "regaló" Rosa Aguilar sin expresar ni una queja en público. Fueron dos años en la Alcaldía en los que defendió a los suyos con ese concepto de lealtad inquebrantable que practicaba. Dos años de durísimos enfrentamientos con esta cabecera en defensa de cosas indefendibles. En esos tiempos, el Andrés rabioso y cascarrabias le ganó terreno al socarrón y afable. Pero fue precisamente en esos tiempos en los que más aprendí y admiré esa integridad suya que siempre le dejaba a él, a su primera persona, en segundo plano.
Desde que las urnas le castigaron hablamos poco y coincidimos menos. Una vez nos cruzamos en un entierro y, con esa simpatía tan personal y una sonrisa dibujada en su rostro, le dijo a mi hijo mediano en una breve carantoña: "Tú no te parezcas a tu padre". Muy propio.
El jueves por la noche me sorprendió la noticia de su muerte realizando nuevos quehaceres en Huelva y desde entonces no hacen más que venirme recuerdos a la mente. No fuimos amigos ni compadres. Convivimos, conversamos y peleamos. Y ahora que se ha ido siento no haber sido capaz de admitirle que nosotros también nos equivocamos.
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