Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Singladuras
No hay literatura sin desvelo. Las contracturas del lector tienen que ver con los caprichos de la memoria y con la perversión de las primeras certezas. Hay ciudades que leemos como antes paseamos un libro, hay maneras inexpresables de sentir una ciudad, que en definitiva es siempre un acto de lenguaje, y hay el retorno decisivo y triste, ya en términos de memoria percutida, de lo que fue una escala de vida con su marea y su lumbre, su inercia y su déficit, su depósito emocional, su coartada imprecisa, su calibre semántico, su razón y su hallazgo. Leí Lisboa con Tabucchi y Pereira mucho antes de pisarla, vengo ahora de Lisboa, la ciudad de Pereira, cuya mirada me ha guiado, o al menos el recuerdo personal de su mirada de periodista viejo y desubicado, cultural, católico y cardiópata, anarcoindividualista y rígido, traductor de cuentistas franceses del XIX, comedor de tortillas a las finas hierbas.
No hay turismo sin deformación, sobre todo cuando la literatura proyecta sobre la experiencia su caudal de luz y conflicto, su expansión de significados, sentidos y quiebras. Intenta uno vencer las dinámicas del turista para abrazar las cadencias del viajero, sobre todo en la Lisboa de Pereira, que sufre en las calles empinadas, bebe limonadas con azúcar y se entera por un camarero de lo que pasa en la guerra de España. Después de sus décadas de sucesos Pereira hace para un periódico una página cultural sin periodismo, todo relatos y efemérides, Lisboa, finales de los 30, un director salazarista, una portera confidente, una ciudad en el susto de su siglo, en el compás de la hora trágica, una esposa muerta y un cura aliado. Sostiene Pereira que todo lo que pasa, cuando tiene que ver con la escombrera del hombre, ya ha pasado antes.
No hay relectura sin asombro cuando la literatura dirime sus impactos en el registro de lo imprescindible. Lisboa se asoma a la página como quien conoce el nombre de su dolor y la dimensión de su aventura, imperial y tímida, marginal y ávida, con lírica atlántica, sensualidades lúdicas y músicas fugitivas. Lisboa desborda la página, ambigua en sus retóricas cardinales, y reta al caminante, convertido ya en un traficante sensorial, en un lector al borde de sí mismo, en un Pereira atrapado entre la ciudad y la Historia, la biografía y el periodismo, la sangre y la metáfora, el barrio y el continente, nutriendo a cada paso por calles periféricas y plazas irredentas el misterio del hombre y sus edades.
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