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Mikel Lejarza
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El centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini celebra al artista total que ejerció con infalible brillantez en todos los frentes, bien vivo entre nosotros, si atendemos a su faceta literaria, gracias a los rescates o reediciones que han recuperado la obra y el pensamiento de uno de los autores más lúcidos y verdaderamente inconformistas del siglo XX, en el que tantos otros dieron gato por liebre. Las trágicas circunstancias de su asesinato han contribuido a elevar al el escritor y cineasta italiano a la categoría de mito, pero no son el misterio que sigue rodeando al crimen ni los detalles de su vida escandalosa -su gusto por la provocación tenía un sentido, lo que junto a su alergia a los dogmas lo separa de otros intelectuales que fueron referentes de la izquierda y a los que ya no se acercan ni los activistas de oficio- los que explican una vigencia que hoy, en un mundo tan distinto, pero tan semejante en lo fundamental, se antoja más clara que nunca. Frente a los cantos de sirena del desarrollismo o la pulsión adoctrinadora de la nueva clerecía, Pasolini defendió con excelentes razones la auténtica cultura popular, espontánea, libre e incontaminada de las influencias gregarias que diluyen la singularidad de los individuos y de los pueblos en la masa indistinta, inducen al consumo desaforado o sustituyen las ideas por consignas. Lo vemos no sólo en sus ensayos, sino también en su emocionante poesía civil, donde se dan la mano la pasión y un compromiso -palabra tan devaluada- ajeno a los posicionamientos rutinarios y volcado en el diálogo del hombre con su circunstancia, desde una perspectiva -"luz moral y resistencia"- que combina el análisis del tiempo histórico y la vivencia genuina. A los integristas, a los censores, a los puritanos, oponen sus escritos, como en el título de uno de sus poemas más conocidos, "una desesperada vitalidad", que no le libró de ser despreciado por muchos compañeros de viaje que ni aprobaban sus escarceos con los muchachos ni lo seguían en su heterodoxa reivindicación del cristianismo o a la hora de cuestionar las sacrosantas directrices de la intelligentsia: "Y, finalmente, estoy solo", constata en el poema Las bellas banderas. Al contrario que los intelectuales supuestamente subversivos, pero en la práctica adocenados, Pasolini eligió el arduo camino de una radicalidad sin límites ni atenuantes que no buscaba el aplauso fácil y rehuía, sin caer en la autocomplacencia, cualquier forma de vasallaje. "Desfilan con banderas y eslóganes, pero ¿qué los separa del poder?", respondió en una entrevista realizada horas antes de su muerte. Vive y vivirá su obra porque nos sigue interrogando.
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