Salvador Gutiérrez Solís

+Once

La tribuna

10 de julio 2016 - 01:00

ONCE minutos para la ilusión, once minutos que sobraron, once minutos que nunca llegaron a ser. Once. Aunque a veces acaban diez, o nueve. Once, es el número. Once jugadores por equipo, once. Once Copas de Europa, once. Tal vez sea el fútbol el deporte más ilógico e injusto que existe, más descerebrado y anárquico, y tal vez por eso lo amamos. Porque es la ventana que se abre en nuestra rutina -demasiado poético me ha quedado esto-. Pero también podemos llegar a detestarlo, precisamente por eso. Y se puede amar al fútbol de muy diferentes maneras. Tal y como sucede con el amor que nos profesamos entre las personas, también puede traducirse en un amor insano, doloroso, cruel, desdichado, amargo. Hay amores que amargan, los que matan pasaron a la historia o deberían estar en la cárcel. Amor es vida. O es como la vida, escoja. Hemos vivido unas últimas semanas muy futboleras, aunque en algunas ocasiones hemos hablado más de los aledaños del fútbol, o del epicentro del fraude y la carroña. Que les pregunten a De Gea y Muniain por un tal Torbe o parecido. Menudo lío, menudo sofocón de Edurne. Sofocón de los gordos. O que le pregunten a Alves, que cuenta con la capacidad de ofrecer más titulares por sus payasadas en las redes sociales o por sus olvidos con Hacienda que por sus jugadas o por su cambio de equipo. O que le pregunten a Messi, ya juzgado y sentenciado, por defraudar en los impuestos que todos los españoles pagamos escrupulosamente. Si en vez de futbolista, de crack sideral, fuera político, reclamaríamos cadenas perpetuas, escarnios públicos en la plaza del pueblo y demás condenas graves, pero no. El yo no sabía nada en esta ocasión se justifica y se entiende, pero si eso mismo lo responde cualquier responsable público es imposible de creer. Y es que el fútbol es mucho más que una ideología, más que la Hacienda pública y la educación de nuestros hijos. Es mucho, mucho más, un sentimiento, como cantó Calamaro, ese cantor prodigio y prodigioso de la Argentina melenuda del Mundial del 78.

A los aficionados al fútbol, normalmente, nos gusta más hablar de fútbol que contemplarlo o practicarlo. De hecho, hay aficionados que los partidos trascendentales no pueden verlos en directo, abrumados por los nervios y demás ansiedades. Me incluyo en este pelotón, me temo. ¿Hay partidos trascendentales?, bien podría preguntarse. Busque en todas las posibles acepciones de trascendental, que tal vez alguna valga. Me decía el otro día un amigo, gracias Gonzalo, que puedes cambiar de nacionalidad, de pareja, de casa, de perro, de coche, de batidora, de móvil, de sexo y hasta de intención de voto, pero de equipo no es habitual cambiar. Tal vez sea la mayor fidelidad de nuestra vida. ¿Una tragedia? Fieles a un escudo, fieles a once tíos que corren en pantalón corto detrás de un balón, fieles a un cántico, a unos colores. Visto de esa manera, que tal vez sea la única manera de mirarlo, esto del fútbol parece una locura, o, mejor, la afición de unos locos, por no emplear otro término más tajante, incluso insultante. Ya sabe de lo que hablo.

Y todavía no he citado a Del Bosque y a Casillas, ni a Florin, ni tampoco he hablado del nuevo peinado de Cristiano, que mereció toda la atención de la prensa deportiva. Sálvame ultrasur. En algo no estoy de acuerdo, en eso que dice que todos hablamos de fútbol pero que muy pocos saben o sabemos de fútbol. Disiento. Le hemos dedicado miles de horas a lo largo de nuestras vidas, hemos elaborado y escuchado cientos de teorías y cavilaciones, si le hubiéramos dedicado el mismo tiempo al teatro del Siglo de Oro o al Desembarco de Normandía seríamos unos auténticos especialistas en las citadas materias. Sabemos mucho de fútbol, mucho, lo que ya no sé si es un conocimiento muy aprovechable, salvo que nos dedicáramos profesionalmente al asunto. Hablo de retornos. ¿Se pueden cuantificar en una hoja de cálculo? No, y qué más da. Tal vez tenga razón Luis García Montero, y hablo de poemas y poetas en esta prórroga que nos concede este artículo. No conviene que demos a estas cosas un valor excesivo. Son noventa minutos en un vaso de agua. Pero a mí me han quitado muchas veces la sed. Pues eso, ponga el botijo a la sombra, vaya que lo necesite.

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