La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
El frío de fuera
CUANDO al faraón de Camas le entregaban los alguacilillos algún trofeo, lo tomaba con dos dedos, con asco, lo mostraba al público y de inmediato se lo daba a algún miembro de su cuadrilla. A Curro le desagradaba sobremanera el tacto inerte, y aún caliente, de aquel apéndice auricular mutilado de la cabeza de algunos de sus colaboradores, aquellos que le permitieron parar los relojes cuando el camero encontraba la inspiración de las musas taurómacas. Y es que una oreja, cercenada a golpe de navaja de la cabeza de un toro, no deja de ser una pieza de casquería repugnante a los ojos de alguien con un mínimo de sensibilidad.
Atrás queda en el tiempo, cuando a José Lara Chicorro le hicieran entrega de la primera oreja de la historia. Corrían los últimos días de octubre del año 1879. En Madrid se celebró una corrida regia en honor a los príncipes de Sajonia. Chicorro realizó al toro Mediasnegras de Benjumea una completa y épica faena. Le arrancó la divisa a cuerpo limpio al toro, para ofrecerla a los príncipes, saltó limpiamente al burel empleando la garrocha, lo pareó magistralmente con las largas y con uno de a cuarta y tras un trasteo breve, común en la época, tumbó al de Benjumea de un certero estoconazo. El público fuera de sí, demandó el toro como premio para el espada, entregándosele ante la imposibilidad material del astado completo, una oreja del mismo.
Fue un premio a algo excepcional, que con los tiempos se ha venido devaluando, hasta hacerlo algo solo válido para frías estadísticas de fin de campaña. Hoy las orejas son algo tan usual, que han perdido todo su significado para premiar lo excepcional. El público, fácil y poco formado en su mayoría, solicita la oreja por trasteos vulgares hasta decir basta, por estocadas defectuosas tanto de ejecución como de colocación y dejándose influir, en muchas ocasiones, por los gritos, demandas y guiños, hechos por las cuadrillas desde el ruedo y a veces hasta desde el mismo callejón. La vulgaridad más que nunca se hace presente en modo de una casquería fácil y chabacana, que no muestra la realidad de lo acontecido en el ruedo.
El reglamento, desconocido en profundidad por muchos espectadores, determina la forma de conceder trofeos. La primera oreja es potestad del público. Ante ello el presidente tiene poco problema, siempre que haya petición mayoritaria por supuesto. La segunda es discrecional del palco, atendiendo bajo su criterio la calidad de la faena y sobre todo la ejecución de la estocada. La legislación es clara, pero a pesar de ello, en los últimos tiempos la polémica está servida. Son muchas las ocasiones en que faenas intrascendentes pero culminadas con estocadas de rápido efecto hacen que el público demande un premio excesivo. El palco concede la primera oreja atendiendo la petición del tendido, pero haciendo uso de lo preceptuado en el reglamento no considera de justicia conceder el segundo trofeo. Un banderillero remolón se interpone entre las mulas y el toro impidiendo que este sea enganchado al tiro. El tercero de la cuadrilla limpia despaciosa y minuciosamente la puntilla en la piel del animal inerte. Otros chiflan y vociferan ocultándose la bajo la montera o embozados en la esclavina del capote. El momento para el palco se hace eterno. Al final el toro es arrastrado entre el grito inclemente de la gente. Todo parece terminar. Pero no es así. Es entonces cuando el espada de turno, en actitud desafiante ante la máxima autoridad del espectáculo, toma la oreja con rabia la muestra desafiante al palco, la aprieta y la guarda en el chaleco. El público toma partido por el torero y cuando este concluye su triunfal vuelta al redondel la bronca al palco suele ser monumental. Luego viene cierto sector de la prensa, amable y condescendiente con esta nueva versión de la fiesta, y termina de arreglar el asunto despotricando de un palco que no ha hecho más que cumplir con lo legislado.
Esta es la fiesta amable que se pretende imponer. Una fiesta condescendiente con todo, menos con quien debe de velar por los intereses de los espectadores cada tarde, misión encomendada al presidente del festejo. Por la mañana, en corrales y sorteos, ha perdido el poder encomendando, plegándose ante los intereses de los taurinos de turno. Por la tarde se trata que sigan perdiendo el poder conferido y solo sean un instrumento para sacar pañuelos a la balconada del palco para la concesión de orejas que no dejan de ser desperdicios baratos de casquería.
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