Salvador Gutiérrez Solís

La Palabrería

La tribuna

22 de marzo 2015 - 01:00

AUNQUE por el título pudiera parecerlo, no voy a abordar lo que los líderes de algunos partidos políticos nos han prometido, cuando no escupido, en la recién finalizada campaña electoral, y me cuesta no hacerlo, créame, que más de uno se merecen uno y veinte artículos, y hasta una nariz articulada y extensible, a lo Pinocho, que los delataran cuando nos mienten con tanto descaro. Hablemos de libros, sí, esos objetos con un montón de páginas, tatuadas por miles de letras, que pueden llegar a recrear universos inabarcables, sueños alucinantes, emociones, imágenes que nos trasladan a los lugares más lejanos y recónditos. Siempre he mantenido que me encanta ver los libros en espacios, formatos o lugares que no son los habituales. Me aclaro, que siempre se me enfada algún librero y no es ésa mi intención. Adoro las librerías, algunas de ellas me parecen verdaderos templos sagrados, cuando no catedrales, de la Literatura, en serio, las adoro, y cuando encuentras un profesional solvente tu estancia puede llegar a convertirse en una experiencia inolvidable, riquísima. Es más, creo que las librerías son imprescindibles, necesarias, esenciales, que sin ellas seríamos menos sociedad, más burdos, más toscos. Aclarado esto, me reitero en lo dicho. Defiendo que los libros invadan, ocupen, lugares que no son los habituales, junto a las cajas de leche, cerca de las latas de tomate o rozándose con el pan de molde. Amo tanto los libros que los quiero en cualquier rincón, siempre cerca, al acecho de los lectores; ojalá fueran contagiosos y tuvieran la capacidad de infectarnos solo con olerlos o mirarlos, como un Ébola de maravillosas consecuencias.

Si me gustan los libros en un frío y sobreiluminado centro comercial, cómo no me iban a gustar en el mercado Sánchez Peña, en la Corredera. Pues hasta ahí han llegado gracias a La Palabrería, la bella y sugerente propuesta de Miguel Marzo. Quién me habría dicho mí que en ese mercado, del que conservo inolvidables recuerdos, siempre de la mano de mi madre, que me guiaba entre el laberinto de puestos, en sus diferentes localizaciones a lo largo del tiempo, podría también encontrarme con los libros. Y, además, porque esa es una de las peculiaridades de La Palabrería, tal y como hacen sus vecinos, ofreciendo los libros al peso, a 10 euros el kilo. Cuarto y mitad de Cortázar, medio kilo largo de Cela, trescientos gramos de Auster, tres cuartos de Pynchon, bien despachados. Libros muy cerca de los boquerones, de los pollos, del tocino y de las sardinas, sí, muy cerca de las personas, ofreciéndose como un producto más. Porque los libros, cualquier elemento cultural, debería ser y entenderse como cualquier otro producto, y consumirlos con la misma naturalidad que los yogures, los cereales o la margarina. En este sentido, La Palabrería es una propuesta original, qué duda cabe, pero también es una apuesta por introducir la lectura, los libros, en la rutina de nuestras vidas, que debería ser desde ya hace mucho tiempo su hábitat natural.

Hay quien recela de los denominados best sellers, de los fenómenos editoriales y hasta de los nuevos canales de distribución y comercialización de los libros. Yo no, el que sea lea, el que se adquieran libros, cualquiera, puede ser el principio de una intensa relación con la Literatura, que nunca llegará a producirse sin un contacto inicial. Lo mismo me sucede con el revuelo provocado con los restos de Cervantes, si consigue que alguien lea el Quijote ya lo considero un auténtico éxito. El pretexto, la excusa, el reclamo, es lo de menos en este caso, lo realmente importante es el hecho en sí mismo. Por eso aplaudo la iniciativa de Miguel, me encantaría que La Palabrería se convirtiera en la semilla que germinase en mil más parecidas, que hubiera una en todos los mercados de Andalucía, España y el mundo mundial. Y que se hartaran de vender kilos y kilos, toneladas, claro que sí, nada me gustaría más. Tenga en cuenta, además, que en estos tiempos de etiquetas mil veces estudiadas, los libros no caducan, no pierden la cobertura, no tienen que recargarse, no engordan, salvo su mente y su placer, cero grasas, y que solo se les conoce un efecto secundario: incrementan de manera considerable su libertad.

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