Juana Castro

La Paz y Esperanza

20 de abril 2011 - 01:00

NO puedo olvidar una noche de abril, la virgen atravesando los jardines de la Merced, y yo delante, andando de espaldas, magnetizada, electrizada por la música, borracha de alhelíes azules, después de esperarla entre muchachas y muchachos que se besan en la yerba.

Verla aparecer, blanca y oro en la noche. Con la luz de la candelería y el bailable de los varales de plata que sujetan el palio… ¡Dios, cómo me pone! Abandono a mi pareja, abandono a mi hijo, abandono a quien esté conmigo y me pongo delante a mirarla mientras camino de espaldas, sin saber si voy a atropellar a alguien, a caerme encima de algo o a morirme. Otras mujeres hacen lo mismo, nos abrimos paso, nos cogemos de la mano, como si un resorte o un clavo, como si un ángel. Lo llamativo es que guardias y organizadores no me quiten de en medio de un manotazo. Las bambalinas balanceándose, los flecos, las tulipas, el olor de la cera y el aroma de las flores, esa borrachera del barroco… Y yo un pelele, boquiabierta, hipnotizada, fuera del tiempo, fuera de todo.

No sé cuándo en mi embriaguez hay una parada. Mientras los costaleros hacen la levantá despierto, me esquino a un lado y la veo pasar al compás de la marcha Paloma de Capuchinos. Y pasa y ya no puedo más. No sé dónde estoy, he perdido a mi familia, a mis amigos. Alguien se apiada de mí, me coge del brazo y me devuelve a la vida; a la vida normal y corriente de la calle, de la gente, del murmullo que no es ni griterío ni silencio. La luna arriba, la primavera por todas partes: en los naranjos, en las velas, en el limón de los magnolios blancos, en la gente que se apiña en la calle Osario y en la plaza de Capuchinos, para ver entrar a la Paz y Esperanza.

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