Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

Pena máxima

Palabras prestadas

07 de marzo 2009 - 01:00

UN suceso como el de Marta pone de manifiesto lo peor de la naturaleza humana. La confesión de los sujetos, la manera en que se suceden los hechos, esa retórica cruel de un cuerpo sin vida transportado como si fuera un saco inerte. Lo que antes fue amor, de nuevo convertido en dudosa mercancía, en género del que deshacerse, lanzado al río para que la marea se lleve algo más que un amasijo de huesos. Como si el agua que corre pudiera llevarse la culpa. Toda esa cadena de complicidades, de amistades puestas a prueba, de rostros compungidos sollozando, excusando su labor como un mero eslabón. Un crimen que no encuentra justificación alguna, que no conduce a otra conclusión que la de reflejar ese lado oscuro y sádico que la naturaleza humana nos ha mostrado, desde el primitivo Caín a los sofisticados planes de exterminio nazi.

Pero todo suceso de estas características encuentra también una respuesta social con un marcado acento de repulsión. La sociedad, cierta parte de ella, siente como propia la muerte de una chica inocente. Uno mismo, al leer la noticia, siente inmediatos deseos de venganza, porque podemos sentir como propios las llagas de ese padre destrozado. Los que somos padres o madres, sentimos que estamos expuestos a que cualquier desalmado venga a arrebatarnos un trozo de nuestra vida. Nos identificamos con ese padre. Por eso, sentimos deseos de patrullar en medio de la noche, de apalear a todo aquel que menosprecie o insulte a alguien inocente. Es la manera de marcar el territorio. Una forma de poner una puerta a este campo que es la vida. Porque en el fondo estamos indefensos, y no podemos evitar que el azar elija a nuestros hijos.

Desde ese sentimiento de indignación, hay quien reclama mucha más mano dura. Un trato mucho más beligerante, menos condescendiente. Abanderados por el sentido de la justicia bíblico del ojo por ojo, pedimos que se haga algo. Que al menos podamos meter entre rejas a esos adolescentes lo que les queda de vida. Ya no basta con hacer cumplir los treinta años completos: hay que quitarles el resto de su vida. Una cadena perpetua para saciar la sed de justicia.

Todos los días muere gente. La mayoría de manera natural, pero hay quien lo hace de forma violenta. Los hay que matan a ciento ochenta por la autovía de Málaga. Los hay que ponen bombas en el País Vasco. Los hay que asesinan a su mujer por celos o por asco, y luego se entregan a la Policía... Nunca entonces escuchamos las palabras "cadena perpetua". La primera porque la velocidad es un instinto humano, y cualquier deriva se considera accidente. La segunda porque es un problema que tiene un trasfondo político, y siempre habrá quien busque un matiz de justificación, una causa que si bien no compensa sí da una explicación. La tercera es una letra de tango, la maté porque era mía, y todo ese juego ambiguo de la posesión es un suculento bocado para la farándula. Ya sea por instinto, por política o por poética, no todos los crímenes son iguales. Y no todos nos provocan la misma repulsión.

Hay además un elemento añadido: los supuestos asesinos son adolescentes. Un elemento que lejos de ser atenuante, amplifica la aversión social. Sobre los jóvenes y sobre los niños, el contexto mediático suele cebarse compulsivamente. Las televisiones no reparan en ahondar en la llaga, como ya nos demostraron con el caso de las niñas de Alcàsser. Nada ha cambiado desde el 94. También hoy, como entonces, los medios extrajeron toda la bilis de venganza a cambio de unos cuantos anuncios de champú, abriendo interesadamente el debate de la necesidad de una pena de muerte. Hasta el líder de un partido político se sienta en el sofá de la casa del padre, con todo lujo de fotógrafos, prometiendo mano de hierro contra quienes arrebataron la vida de su hija. Cualquier cosa, con tal de vender. No cabe duda, amigos lectores: crímenes como éste sacan lo peor de la naturaleza humana.

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