Tribuna de opinión
Juan Luis Selma
Todo, por un Niño que nos ha nacido
La tribuna
IMAGINEN un salón de actos abarrotado de progenitores A y B, y toda clase de familiares directos, pertrechados de lo más novedoso en sistemas de grabación y fotografía. De repente en ese escenario salen unos pequeñajos de edad preescolar que comienzan a retozar y cantar torpemente. Es el momento en el que se desata la histeria en el auditorio: gritos, aplausos compulsivos y reverberaciones de los flashes. El show no sólo está en el escenario, donde los niños hacen lo que pueden entre sofisticados decorados y disfraces carísimos, sino también entre las filas de padres exultantes de ver a sus retoños convertidos en fugaces estrellas del espectáculo.
Seguro que a los que tengan hijos pequeños les suena esta escena, que se repite no sólo en la representación teatral de fin de curso, sino en las que cada dos o tres meses, con la excusa más peregrina ( por orden cronológico: la hispanidad, el otoño, Halloween, día de la Constitución, Navidad, carnaval, día de Andalucía, día del padre, Semana Santa, primavera, día del abuelo, feria, mes de la Virgen, día de la madre y, finalmente, fin de curso) se organiza en el centro escolar para mayor gloria de los alumnos y sus orgullosos padres, que siguen con atención el desenvolvimiento artístico de sus retoños... Agotador, ¿no?
Mucho se habla y se escribe acerca de la desatención que los modernos progenitores, con vidas absortas por la exigencia profesional, tienen hacia sus hijos, pero pocas veces se saca a la palestra la figura de los padres sobreprotectores. ¿O quizás esa sobreprotección es una secuela colateral del sentimiento de culpa que les genera el modelo moderno de familia?
Nos hallamos en un contexto en el que se ha pasado de una familia, diríamos, "piramidal", en la que los progenitores estaban en la cúspide y los descendientes en la base, a un modelo "horizontal" en el que todos los miembros están al mismo nivel; e incluso, en los casos más extremos a un sistema de pirámide invertida en la que los hijos emperadores condicionan el día a día de la familia. El caso es que, hoy en día, hay muchos padres obsesionados con la educación y el "bienestar" de sus hijos, fijación que frecuentemente degenera en esa sobre atención que es obvio que entorpece el desarrollo natural de su personalidad. No me malentiendan: hay que preocuparse por el bienestar y la educación, pero sin caer en actitudes ridículas, que provocan precisamente lo contrario de lo que se pretende.
La cuestión plantea, a mi entender un doble problema: en primer lugar una excesiva protección material y digamos "espiritual" sobre los propios hijos; y en segundo lugar una acumulación de expectativas, todo ello, como es propio de nuestros tiempos absolutamente desaforada y trufada de un insondable pavor al riesgo, de una imperiosa necesidad de seguridad: nada puede quedar al albur del azar, quizás porque hemos proyectado en ellos lo que no hemos podido conseguir, por las circunstancias que fueran, en nuestras vidas.
Y es que hay padres que han convertido la educación de sus hijos en una profesión científica, donde todo esta regulado y normalizado. Pero la realidad es que, queramos o no, hay que asumir riesgos: no todos los niños van a ser campeones del mundo de kárate o tenis ni embajadores ante la Santa Sede ni ingenieros de telecomunicaciones, por mucho que se empeñen los mismos que los han engendrado, por muchas clases particulares que reciban y aunque vayan a los mejores colegios del mundo. Es más, esa superprotección, muy evidente en los primerísimos años de la infancia, acaba fabricando niños déspotas.
Mucho se ha escrito sobre el síndrome del pequeño emperador. Niños que son auténticos dictadores, que manejan a sus padres a su antojo y que mandan férreamente sobre ellos. Esta realidad la conoce la publicidad, que dirige sus anuncios directamente al público infantil que es quien decide qué se come en casa, su ropa, sus juguetes, sus diversiones, las vacaciones... El símbolo más evidente es la televisión: hemos pasado de la hora escasa diaria de dibujos a animados de mi infancia a la multiplicidad de cadenas dirigidas a los niños.
Estos niños, excusados por sus padres permanentemente, nunca tienen la culpa de nada, ni en casa ni en el colegio. Hay que hacer todo lo posible por evitarles cualquier tipo de trauma, pero a pesar de ello, son la generación más asidua a las terapias psicológicas de la historia: son niños que crecen sin sentimiento de culpabilidad, en un universo egocéntrico y narcisista. No se les ha enseñado a ponerse en el lugar del otro. Esperemos que lo aprendan por sus propios medios, aunque esa asignatura no esté en el plan maestro de sus padres. Por el bien de todos.
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