Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Quousque tandem
Si algo se aprende viendo cine negro es que jamás se debe ceder a un chantaje. Por barato y rentable que aparente ser el precio que se paga la primera ocasión, ese día se pone el alma en almoneda. Y ya no hay posibilidad de desdecirse o retractarse, pues se ha abjurado de todo principio moral que se hubiere seguido hasta ese crucial momento de la vida. Una vez que el extorsionador descubre el punto débil de su víctima, las exigencias se endurecen. Poco a poco, pero de modo constante. Un día exigirá dinero, otro, una cesión más personal, más tarde le obligará a despreciar la ética, poco después le incitará a rozar la frontera del delito y más adelante, le hará traspasarla sin remedio. Y lo que al principio pareció una nadería, crece monstruosamente hasta provocar un trágico final. El noir no admite clemencia, arrepentimiento, vuelta atrás ni final feliz. Casi siempre, la víctima, ensoberbecida y cegada por su arrogancia, se cree capaz de dominar al monstruo que ha ido alimentando poco a poco, en un sostenido crescendo que sabemos, desde mediada la cinta, que acabará en catástrofe. Lo percibimos todos, menos él. O incluso, él también. Pero calla y persiste en el error esperando una solución mágica que nunca llegará. Y con él, los suyos, que creen ciegamente estar junto a un ser providencial que supera en inteligencia, astucia y perspicacia a todos los que en el mundo han sido. Pero más peligroso aún es convertirse, por propia voluntad y buscando satisfacer intereses personales, justificables con razonamientos mendaces que nunca son difíciles de hilar para quien quiere engañar y engañarse, en víctima del extorsionador. Es muy posible que el tahúr que se creyó intocable, acabe perdiéndolo todo. Y no sólo él. También hará que queden en la mayor precariedad los que le auparon y hasta los que, con insistencia, quisieron convencerle de que no siguiera ese camino. Pero, lamentablemente, soberbia y altanería nunca son buenas consejeras.
Cuando Walter Neff –interpretado por un excepcional Fred McMurray– en esa obra maestra del cine que es Perdición, de Billy Wilder, confiesa el asesinato de Mr. Dietrichson y la consiguiente estafa a la compañía de seguros para la que trabaja, en connivencia con la ya viuda, encarnada por Barbara Stanwyck, termina diciendo desesperado y quejumbroso: “Lo maté por dinero y por una mujer. Ni conseguí el dinero, ni la mujer. Estupendo, ¿verdad?”.
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