¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
¿Dónde está la ultraderecha?
La tribuna
HASTA la caída del Imperio soviético, el concepto de revolución tenía bastante prestigio entre los formadores de la opinión pública. Ese prestigio culminó en la Revolución Francesa, pero ya existía cuando en 1688 subió al trono de San Jaime Guillermo de Orange, del brazo de la Reina Ana y escoltado por un Ejército holandés, de suerte que en Inglaterra se habló de la Revolución de 1688 como en Ultramar se hablaría en 1774 de Revolución americana. El rumbo cada vez más siniestro que adoptaría Occidente desde las algaradas parisinas del 68 obró el prodigio de que las nuevas clases políticas instaladas en los centros de decisión tomaran contacto con la realidad, es decir, con la evidencia de que ahora eran ellas el orden político establecido en el que hablar de revolución era un anacronismo.
Dudo mucho que a Burke o a Jovellanos les inspirara tanta aversión la Revolución Fancesa como a mí el Mayo Francés. Muchos somos los que alguna vez nos encandilamos con alguna revolución y yo no puedo negar que, bien que fugazmente, me dejé encandilar por la cubana. En 1968 ese encandilamiento quedaba ya muy atrás, así que los sucesos del Barrio Latino me pillaron vacunado y no tuve pelos en la pluma para denunciar el "espíritu inmundo" de aquel año o, mejor dicho, de aquel decenio. En el mundo en que yo vivía, sólo Raymond Aron, que yo sepa, reaccionó frontalmente. Yo escribí un ensayo, titulado platónicamente Bacantes y portatirsos, que salió en la Revista de Occidente en 1970 y algunas de cuyas ideas vi con gozo que coincidían con las de alguien que, favorable en principio a las revueltas juveniles, tenía a sus espaldas un historial "revolucionario" algo más importante que el mío: Octavio Paz. A ese ensayo siguieron dos novelas, aparecidas en abril y septiembre de 1971, y desde entonces no he dejado, donde, cuando y como he podido, de decir lo que pensaba y pienso de lo que mi amigo Manuel Díez Crespo llamaba "la rebelión de los horteras".
Muchas veces he tratado de explicarme el dicho del Doctor Johnson de que el patriotismo es el último es el último refugio de la canalla, pero ninguna de las explicaciones que me he buscado me ha dejado del todo satisfecho. La más convincente acaso sea la del alzamiento contra el invasor francés en 1808, y eso, porque me la abonaban unos amargos versos de Esproceda: ¡Ah, la canalla, la canalla en tanto/ arrojó el grito de venganza y guerra! Por canalla se entendía entonces el pueblo bajo, visto desde el punto de vista de una aristocracia afrancesada. La igualación de la democracia demostraría holgadamente que la condición canallesca no es privilegio de ninguna clase social ni de ningún político. Desde que España padece el morbo democrático, como decía Groddeck, hay un partido que llegaría al poder a raíz de dos fechas turbias: el 23 de febrero de 1981 y el 11 de marzo de 2004 y en ambas ocasiones se dio traza y modo de poner al país al borde de la bancarrota. Y no deja de ser curioso que, siendo para él la noción de patria "discutida y discutible", acuse de "antipatriotas" a los que se niegan a echarle una mano en la denodada tarea de descuartizar a la patria.
La razón de ser fundacional del partido de los cien años de honradez y las doscientas checas fue la de aprovechar las facilidades que le daba la democracia burguesa para acabar con ella e implantar la democracia real o el Socialismo con mayúscula. En nuestra patria su primera intentona seria data de 1917, con una huelga general que estuvo a punto de hacer abdicar al rey, temeroso de correr la suerte del zar de todas las Rusias. La cosa fue tan seria que hubo que sacar las tropas a la calle y hubo bastantes muertos. Los cuatro cabecillas del comité de huelga fueron a la cárcel, de la que no tardarían a pasar al Congreso de los Diputados. La segunda fue la de Asturias el 34, una insurrección en regla, sofocada en falso, y como a la tercera va la vencida, volvieron a la carga en febrero de 1936 con más éxito, inicial al menos, porque esta vez la reacción no se dejó pisar el poncho.
Sabedores de que habían perdido la guerra civil que habían provocado y en la que habían puesto sus siniestras esperanzas, hubo entre ellos dirigentes que reconocerían su parte de culpa, desde Besteiro, cuadrumviro de la huelga revolucionaria del 17, hasta Prieto, fautor de la revolución del 34 y encubridor de los sicarios que asesinaron a Calvo Sotelo. Este crimen de Estado, precedido de amenazas con nombres y apellidos en la sede de la "soberanía nacional" y desde el propio banco azul, fue la gota que colmó el vaso y precipitó los acontecimientos. Por eso, me parece una broma de mal gusto hablar de alzamiento contra una legalidad republicana que había dejado de existir desde el punto y hora en que unos comicios plagados de irregularidades dieron carta blanca a las fuerzas revolucionarias. La poesía no me dejará mentir: ahí están las eufóricas exaltaciones del 18 de julio a cargo de los grandes poetas de aquella revolución que se les disparó por la culata.
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