La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Relatos de verano
CON Carmelo en paradero desconocido, pasó a ser Marcelino una especie de representación oficial de Los Resucitados, de hecho era el único que quedaba en la ciudad. Aún sin demostrar la herencia cataléptica, sus vecinos, amigos y familiares no dudaban de su capacidad de resurrección, y es que como dice el refranero popular, una vez adquirida la fama te puedes echar a dormir.
Marcelino, interiormente, jamás se lo contó a nadie, intuía que no había heredado la capacidad de los Torres, que no formaba parte del clan de Los Resucitados, lo que le provocaba una honda amargura, se sentía débil, desvalido, huérfano de una manera que es difícil de explicar y más de entender. Miles de preguntas y dudas se colaban en la cabeza de Marcelino Torres cada noche, solo, en la cama. Si me muero, me muero de verdad. Que es algo que ni nos planteamos la mayoría, pero que es normal que se planteara el muchacho.
Para fortuna de Marcelino -Marce para los muy amigos-, no fue su hermano Carmelo el último miembro de esta desconcertante saga y él mismo, años más tarde, también alimentó la leyenda instaurada por su abuelo y prolongada por su padre y hermano. Para fortuna de Marcelino, todas aquellas noches agoreras fueron en balde, sufridas sin justificación, y sus pesimistas presentimientos jamás llegaron a cumplirse.
Muchos años antes de su primera muerte, cuando todavía padecía esas terribles pesadillas, animado por un apoderado de dudosa trayectoria, sin escrúpulos, que apareció en la ciudad, Augusto Henares por nombre, que enterado de la noticia quiso ver en el muchacho un filón de oro, inició Marcelino su camino en el mundo de los toros. "Esto es maravilloso, yo no he visto una cosa igual: un torero al que le dan igual las cornadas, un torero que no puede morir", le dijo Augusto a empresarios y periodistas y a los otros apoderados, a los que pretendía fastidiar con sus palabras. Marcelino, cuando podía, que no era siempre, le trataba de corregir, "que yo no he resucitado todavía, que podemos meter la pata", le advertía, pero el orondo apoderado no le prestaba la menor atención.
No tardó Augusto Henares en organizar tientas en las ganaderías más cercanas con el fin de enseñarle a Marcelino los conceptos más básicos y elementales del arriesgado oficio antes de presentarlo en público, ante toda la ciudad, como El Resucitado.
Nadie, con los mínimos conocimientos taurinos, se atrevería a calificar como esperanzadores los primeros contactos de Marcelino con los astados. Dominado por el miedo, Marce hundía la tripa, descomponía la figura, o, temeroso de la cornada -y otros posibles percances-, saltaba la valla a las primeras de cambio, buscaba el olivo, lo más rápido que sus piernas y el miedo le permitían. Sí, tenía mucho miedo, que es lo normal, y no lo sabía disimular, todo lo contrario.
Con el paso del tiempo y mucha -infinita- paciencia, y tras interminables sesiones de torero de salón, Marcelino adquirió un cierto desparpajo y no quedaba mal del todo con la muleta entre las manos, no la trataba como un trapo de cocina, y hasta dejaba que tomara aire entre pase y pase. Tampoco es que fuera un Belmonte o un Manolete, que de milagros no estamos hablando. No entusiasmaba, no era un torero de arte, precisamente, ni gracia ni pellizco, templado como mucho, pero aprendió las cuatro reglas para salir del apuro, que ya es bastante.
Sin embargo, a pesar de los catastróficos inicios, es justo reconocer que Augusto Henares le hizo un gran favor al entonces joven Marce, ya que sin querer le descubrió una vocación que llevaba escondida, muy escondida, en el fondo de su interior, justo al lado del pánico, a un centímetro del miedo. Un descubrimiento que le resolvió la vida, y no sólo al bueno de Marce, a toda la familia, que la oronda y fatigosa Angelita se quitó de fregar escaleras de una vez por todas.
Plenamente asentado Marcelino en el escalafón novilleril, que todo cuesta su trabajo, multitud de pueblos recorridos y decenas de revolcones padecidos, regresó su hermano, Carmelo Torres, a la ciudad. He estado embarcado durante este tiempo, conociendo mundo, se limitó a responder a quien le preguntó, sin dar más explicaciones. No traía maleta alguna Carmelo y por su degradación, miseria y suciedad se le notaba a la legua que había pasado apuros, que el dinero no había sido su aliado y que se había empleado a fondo, en lo que fuera, pero a fondo. Se le notaba cansado, gastado -usado-, como si hubiera envejecido diez años en dos.
Veinte o treinta orejas cortadas, algunas de ellas por méritos propios, compró Marce una casita en una buena zona de la ciudad y colocó a su hermano Carmelo -sin trabajo a su regreso de su misterioso viaje- en un conocido restaurante, El Estoque, propiedad de un ganadero amigo, Antonio Ramales por nombre, el Búho por apodo -y es que los ojos y las cejas, siempre encrespadas, le delataban.
Como por arte de magia, parecía que todas las desgracias padecidas por los Torres se habían esfumado, alumbrados por una buena -nueva- estrella, enganchados con la fortuna. Queramos o no, el dinero hace mucho, no nos engañemos, más de lo que debiera, y transforma al ignorante en erudito y el "tú" en "don" en menos de un segundo, sin necesidad de tener muchas letras o títulos a las espaldas. Eso siempre ha sido y será siempre así, ayer, hoy y mañana. No es el de Marcelino, El Resucitado, el único caso que conozco, que se puede entender como el signo de este tiempo que nos ha tocado vivir.
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