La Gloria de San Agustín
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TODAS esas manos tenebrosas que han cortado la vida en su eslabón más débil, en el comercio sucio y miserable de bebés recién nacidos, primero dados por muertos y después vendidos a otras manos igualmente concretas, igualmente corruptas, igualmente malvadas, que recibían al niño o a la niña sin hacerse ninguna pregunta por su origen, ahora se desvelan en esta intriga amarga de la peor España imaginable. Cabe la posibilidad, también, de que los destinatarios fueran engañados: sus padres han muerto, se han quedado huérfanos, y todas esas frases lastimeras que iban cimentando la coartada moral de los ladrones. Mientras otros padres, jóvenes o no, que no habían tenido hijos, bendecían a una providencia que convertía la presunta tragedia de unos en la virtud de otros, y el desvalimiento de ese niño, abandonado a la suerte sin sus padres naturales, de pronto terminaba entre esos dedos, deseosos también de una progenie.
Parece ser que la historia es todo menos bondadosa, y se hace difícil defender la conducta moral de quienes extendieron los brazos para recoger el fruto de ese hurto, de esa negación médica, ahora convertida en una lacerante realidad. El asunto de los niños robados, que duró hasta el final de la dictadura franquista -hay quien asegura que hasta bien entrada la democracia se seguían dando casos similares-, seguramente había empezado mucho antes. Es la vieja historia de ricos y de pobres, del aprovechamiento de unos sobre la indefensión de otros, con la complicidad de los poderes públicos y su abuso de fuerza. El desarrollo secuencial es conocido: una mujer humilde en el lecho del parto, todavía sin haberse recuperado del todo, recibe la noticia de que su niño ha muerto. La enfermera le trae el cadáver de un bebé, y la madre responde que no puede ser su hijo, que está muy criado, que es demasiado grande, que su hijo, al que vio nacer la noche de antes, no puede haber crecido en unas horas. Le dicen que se equivoca, que ése y no otro es su bebé, y el padre cuando mira no sabe o no contesta, porque no estuvo presente y además no sabe cómo debe de ser un bebé de grande, y lo achaca a la desesperación de su esposa por la pérdida del hijo, que él también ha sufrido: asiente a la enfermera y se concentra en esa tarea larga y pesarosa del consuelo.
Pero a la mujer no se le olvida, no se le olvida nunca, que el niño que le enseñaron unas horas después no era ni podía ser su hijo. Igual que en Argentina, en Chile, en cualquier parte con unos vencedores sin imperio de ley. Es la vieja historia de los depredadores, y de una sociedad que permitía esa depredación, ahora planetaria. Hay que esclarecerlo: esto también es memoria histórica.
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