Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
La esquina
Al contrario que en noviembre de 2019, cuando se arrojó en brazos de Pablo Iglesias de un día para otro sembrando de minas su propio Gobierno, en agosto de 2023 Pedro Sánchez no tiene ninguna prisa por articular un bloque de investidura que esta vez representa una extensión hacia la derecha independentista en detrimento de la izquierda radical.
¿Por qué esta tranquilidad? Por una de esas paradojas con las que la política se empeña en sorprendernos: los escaños decisivos para investir a Sánchez pese a perder las elecciones los tienen dos partidos aún más perdedores que el PSOE. ERC y Junts consiguieron el 23-J 700.000 votos menos que en las elecciones anteriores, siete diputados menos que en las generales de 2019. Entre los dos obtuvieron el 27% del voto de los catalanes, menos que el PS de Cataluña en solitario (¿se acuerdan de cuando decían que decidirían la independencia con sólo respaldarla el 50% más uno de los votantes?).
El caso es que Junts y ERC afrontan los contactos actuales y las futuras negociaciones con el PSOE desde una posición de gran debilidad, y encima, divididos tras haber roto el Govern más netamente separatista de la Cataluña contemporánea y optar por vías contrapuestas en su relación con el Gobierno, posibilista y pragmática en el caso de Esquerra y radical y confrontativa por parte de Junts.
Hay otra explicación, aún más relevante, para la debilidad de los aliados indepes del socialismo aspirante a la continuidad en el poder: la alternativa a Sánchez sería peor para ellos. O un gobierno de la derecha conservadora nacional en alianza con Vox, prácticamente inviable, o un bloqueo institucional con repetición de elecciones, de resultados siempre imprevisibles pero rara vez favorables a los partidos pequeños. Sánchez se juega mucho en estas negociaciones, pero Junts y ERC también.
De modo que el Gobierno está en condiciones de permitirse fijar en público las líneas rojas de la negociación (ni amnistía ni referéndum de autodeterminación, que son las dos reivindicaciones irrenunciables de sus interlocutores soberanistas) y pedirles, como Bolaños y Montero, que rebajen sus exigencias si quieren de verdad un acuerdo posible, “cómodo” para las dos partes, o enseñándoles la zanahoria de una reforma de la financiación autonómica (repentinamente urgente, tras nueve años de congelación) que tampoco es la solución: si se hace a favor de Cataluña, se rebelan todas las demás comunidades.
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