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Cada vez que recibo de mis alumnos un correo con archivo adjunto para justificar la ausencia a una clase en la que se trabajó una actividad presencial y que no puedo contabilizar como ausencia si es debidamente justificada, dudo si al abrir el archivo estaré cometiendo un delito contra la debida confidencialidad o la protección de datos que en sus múltiples variedades debemos de cumplir los profesores.
Lo habitual es que la ausencia se deba a un problema de salud que se justificaría fácilmente con un simple volante del centro médico donde se informara que “fulanito” ha sido atendido en tal sitio, fecha y hora. Sería fácil comprobar que coincidió con las horas de clase o con la noche o día anterior. Y de buena voluntad se entiende que el estudiante no pudo acudir a esa clase.
Por el contrario lo que encuentro en más de un adjunto es el parte médico completo del ‘fulanito’ con su historial de salud, datos personales y afiliación médica, con lo que llego a saber que está operado de esto o lo otro o que su estado de gestación es de no sé cuántos meses, entre otros detalles que yo no debería conocer, pero que al parecer al alumno o alumna no le importa sean conocidos (en el caso de la gestación, siempre es alumna, claro).
Les hago esta narración para declararme culpable de semejantes delitos, es verdad que yo no quería, pero me ocurre. Al igual que no puedo dejar de escuchar conversaciones privadas cuando en el metro o en el autobús, camino de mi Facultad, cualquier usuario airea sus discusiones, diatribas, injurias, peroratas o tiernos cuchicheos con otra persona al otro lado del móvil. En ocasiones ganas dan de saltarse la parada y seguir en el transporte para conocer el final de la ‘película’. O cuando muy apretados en el transporte, en el metro, hora punta, es genial, tienes al usuario tecleando el WhatsApp y tienes que mirar al techo para no enterarte del hilo que se trae entre los dedos, generalmente los pulgares. El delito me persigue.
Visto lo visto y oído lo oído, pregunto para qué queremos tanta protección de datos si luego el personal airea todo en redes, correos y demás medios. Y como contra la estupidez humana nada pueden ni los dioses, parece que hasta nos dejaríamos arrancar la piel de los pulgares pues hay menganos y zutanos que hacen cola para vender la imagen única y personalísima de su iris. Y se quedan tan tranquilos. Y luego nos quejamos. Vale.
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