Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Mirada alrededor
Decía la pasada semana que el sanguinario acto terrorista de Hamás en Israel, traería consigo las brutales represalias que los regímenes de Tel Aviv acostumbran a someter a los palestinos, una población en extrema pobreza, calamidades y donde hasta el derecho a la vida es una entelequia. Sobre el drama palestino he escrito muchas columnas, desde los años sesenta. Porque no sólo como periodista y persona me han interesado los asuntos locales, regionales o nacionales, sino que me han preocupado las guerras, el terrorismo –ahí hemos tenido a ETA– y la violencia que, sin excepción, han tenido como víctimas propiciatorias a los inocentes ciudadanos que las sufren, sobre todo los niños.
Podría referirme a infinidad de episodios, comentados desde la lejanía, en las últimas décadas, desde la mirada de los niños quemados por napalm en la guerra de Vietnam o los diezmados en la invasión de Irak, hasta las de los masacrados en Ucrania por la invasión del cruel Putin, y ahora mismo la de los niños israelíes raptados por Hamás que sus milicianos muestran como trofeo o moneda de cambio, o los pequeños destrozados por las bombas que caen en Gaza, donde ni siquiera han podido beber agua porque le han cortado la simple subsistencia. El último episodio de este cruento intercambio de barbaridades ha sido la explosión en un hospital en Gaza, brutalidad de tal magnitud que Israel y Hamás se culpan mutuamente de su autoría. Es lo que suele ocurrir cuando se cometen crímenes de lesa humanidad, como hemos visto en los hospitales, escuelas y mercados bombardeados por Rusia en Ucrania.
Pero lo que resulta más repugnante aún es que, desde lejos –en este caso España– se haga uso de las víctimas, según las preferencias ideológicas, como si esos niños, mujeres y hombres tuvieran que tener un sello impreso en sus frentes inertes o doloridas para saber si merecen o no ser consideradas víctimas o no de la barbarie de los monstruos causantes de su muerte o dolor, llámense terroristas de Hamás y de la yihad islámica o mandatarios sin corazón como Netanyahu o Putin.
Aunque sea importante saber a quién hay que condenar en cada tropelía, lo cierto es la necesidad de parar conflictos, dejar de mirar para otro lado cuando esos niños y esos seres humanos o están lejanos o pertenecen a otros grupos religiosos o ideológicos. Por eso he repetido en su momento que todos debíamos habernos sentido vietnamitas, pakistaníes y, hoy, palestinos, israelíes, ucranianos, como nos sentimos víctimas de asesinos que matan en nombre de Alá en cualquier ciudad de un Occidente odiado.
Ante estas tragedias, desde nuestra comodidad lejana, pensemos por un momento que esos niños son nuestros hijos, nietos o nosotros mismos. Quizá comprendamos mejor su dolor.
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Gracias, Errejón