Rafael Padilla

Utopía

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16 de junio 2024 - 00:30

A pesar del acentuado carácter peyorativo que acompaña al adjetivo utópico, me parece evidente que, antes y después de Tomás Moro, el mundo necesitó y necesita de modelos ideales de sociedad que busquen el gobierno óptimo, el más perfecto para mejorar los asuntos humanos. La utopía, razonaba Fernando Birri, está en el horizonte y parece inalcanzable. Pero perseguirla nos hace caminar hacia una realidad más vivible.

Siendo, como es, imperiosa, presenta sin embargo un lado oscuro, dos afanes presentes en la historia del pensamiento utópico que lo transforman en tenebroso: el totalizador y el apocalíptico. El primero consiste en querer interpretar el entramado social con base a un único paradigma. Es imposible para la mente de los hombres, limitados además por sus propias circunstancias y experiencias, encontrar fórmulas mágicas, válidas para todo lugar y tiempo. No podemos, pues, tomarnos en serio que una persona o grupo de personas sean capaces de entender todo lo que exige la generación de una utopía benefactora, permeable y dinámica. La utopía no se construye como un dogma de una doctrina, ni supone la culminación de un pensamiento cerrado. Es algo que se elabora paulatinamente y de modo sensible a los anhelos que el tiempo propicia o descubre.

El segundo, el afán apocalíptico, es la convicción de que habrá un final de la historia, un punto en el que alcanzaremos el desarrollo de una sociedad ya imposible de perfeccionar. Eso, que por ejemplo se detecta en las utopías comunista o fascista, es ignorar que la única constante histórica es precisamente el cambio. Por otro lado, es tentación realmente peligrosa, porque si por lo que se lucha es por la felicidad definitiva del ser humano, ¿acaso no sería válida y moralmente aceptable la eliminación de cuanto la obstaculiza? Decía Milan Kundera que el totalitarismo no sólo es el infierno, sino el sueño de un paraíso de consenso y verdad, tan falso como destructor de cuanto lo entorpece.

Hoy, salvando tales riesgos, en una coyuntura de dramáticas distopías fallidas, deberíamos repensar la fatigada utopía de la Ilustración. Rememorar la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad y, con ellas, imaginar nuevas formas democráticas que alumbren progreso, justicia y equidad. Más allá del nihilismo dominante y de los populismos que aprietan, hay que retomar el rumbo del hombre libre. Una ambición desesperadamente utópica en el sentido preclaro del término.

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